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sábado, 9 de octubre de 2010

Una carta al lector

            Entrañable lector:

            ¿Te sientes bien contigo mismo?... Si te parece indiscreta la pregunta sólo me queda pedirte disculpas. Recuerda, sin embargo, que mi oficio es la imprudencia. Quien desee ir más allá de la fría etiqueta del análisis, del aséptico y protocolar razonamiento abstracto, lucirá –imposible evitarlo- entrometido.
            Apelaré no obstante al derecho que me concede la sincera amistad que te profeso: ¿Has visto alguna vez amistad sin confianza?, ¿o confianza que no adopte, despreocupada, el tono de la confidencia?, ¿o confidencia a la que no haya que perdonar una que otra vez su intrusa curiosidad? Me deleita husmear -¿por qué no admitirlo?- en las intimidades del vecindario; y no me conformo con la distancia cautelosa que establecen, rindiéndole tributo a la suspicacia, los cómodos rituales de la cortesía. Por lo demás, ten por cierto que no me arrepentiré -¡claro que no!- de comportarme en la forma indelicada en que lo hago... Seguiré insistiendo: ¿te sientes satisfecho contigo mismo?
            ...Guárdate la respuesta. No me contestes de inmediato. El común de la gente sale del apremio con una réplica banal. No obres tú con la misma trivial precipitación. Simplemente reflexiona..., reflexiona y ensaya ser franco con tu propio sentir. No es tan ímprobo desafío percibir el desaliento: su gesto huidizo, su ademán ansioso, su aspecto alicaído donde quiera asoman el rostro lo denuncian.
            Al cabo y a la postre, ¿en qué consiste el problema?... Me temo que el grueso de los hombres y mujeres que nos rodean no sabe lo que quiere hacer con su vida, y hace, por consiguiente, lo que no le agrada creyéndolo apropiado, y lo que no le conviene, creyéndolo agradable. ¿Quién puede en esas circunstancias alcanzar la dicha?
            Para que nos sintamos satisfechos debemos, antes que nada, conocernos muy bien, al punto de ser capaces de identificar al vuelo lo que nos atrae y lo que nos repele; rechazar con firmeza la celada que tienden tantas incitaciones placenteras tras cuya sonrisa prometedora se oculta, fiera al acecho, la amargura; aceptar valerosamente las fatigas a que toda empresa noble nos somete; no ejecutar hazañas ni adoptar poses con el mostrenco fin de agradar a los demás; ser siempre fieles a nuestras más irrenunciables preferencias; correr el riesgo de provocar enojo, acaso escándalo, sin que el bullicio de la galería nos arredre; sortear las trampas aviesas del éxito, la competencia, el poder y la fama tras cuya puerta seductora se cría, como el gusano en el cadáver putrefacto, la inquietud y la muerte; convenir –sabiamente lo dijo el Eclesiastés- en que sólo tenemos bajo el sol nuestra comida, nuestro trabajo, la compañía del ser querido, que el resto es vanidad y que todo en este mundo hermoso e imperfecto –tal vez porque imperfecto hermoso- tiene su tiempo y su lugar; aprender, entre otras cosas, a disfrutar del exquisito arte de no hacer nada.
            Me asalta sin embargo la sospecha de que las recomendaciones que acabo de formular caerán en saco roto... ¿Quién no se deja seducir, igual que las mariposas nocturnas que ignorando el peligro revolotean alrededor del candil, por lo que depara angustia, incomodidad y desasosiego? Tal comportamiento me ha causado siempre perplejidad. Sobrellevar las inevitables vicisitudes de la aciaga fortuna es más que suficiente para que llenemos hasta el borde la copa de la pesadumbre. Lo que no entiendo ni nunca entenderé es por qué nos empecinamos los hombres en la insensata faena de añadir a la borrasca inoportuna que el azar nos depara, el sufrimiento perfectamente gratuito que una conducta insana siempre provocará.
            Mas si parejo proceder resulta de por si –para el que estas líneas estampa- poco menos que indescifrable, lo que en verdad atemoriza, lo que pone los pelos de punta es que –extraña ironía- aceptamos tal incapacidad para el disfrute como algo natural, como el precio justo que es preciso pagar a cambio de los bienes que la civilización supuestamente otorga... ¡Desconcertante paradoja! Nos ufanamos de un modo de vida sofisticado, complejo, que empieza por arrebatarnos con avaricia cruel el tiempo de que disponemos para paladear los manjares que ofrece, civilizada forma de existencia que, no satisfecha con transformarnos en seres apocados y mediocres, nos programa el ocio, el amor, la fantasía para, en el mejor de los casos, dar cuenta de nosotros fulminándonos de un súbito ataque al corazón o, en el peor de ellos, asesinándonos en cómodas cuotas de puro aburrimiento y desencanto.
            Explícame, entrañable lector, si es que puedes, por qué tantas personas que aparentemente viven de manera holgada, sin que nada esencial les falte (familia, amistades, casa, trabajo, prestigio social, seguridad y ocio) son –a leguas lo delata su taciturno aspecto- individuos profundamente desdichados. ¿Por qué tienen en tan poco aprecio su existencia? ¿Por qué fuman como chimeneas, beben sin control, comen con desacato, manejan sus vehículos como si pilotearan aviones, laboran de manera obsesiva, descuidan el hogar, litigan y se insultan por cualquier nimiedad, no guardan fidelidad a sus parejas y corren de aquí para allá permanentemente excitados, presurosos, tensos, cabizbajos?
            Y, curioso desparpajo, a estos patéticos personajes nada parece entretenerlos tanto como brindar consejos y juzgar con severidad todo lo que les pasa por delante. ¿Cómo no reparan en que la actitud es mil veces más elocuente que la palabra? ¿Eres infeliz? De qué me sirven entonces tus recomendaciones por discretas que luzcan?
            En fin, amistoso lector, que la vida atesora demasiadas maravilla y es demasiado breve para que la dilapidemos con torpeza. Nadie hará regresar las horas fugitivas. Y la juventud transcurre veloz, y cuando nos contemplamos al espejo he aquí que nos sorprende la imagen de un rostro desconocido surcado de arrugas, seco y ojeroso; y entonces vienen las preguntas: ¿Dónde eché displicente, como quien tira el desperdicio a la basura, los floridos años de la mocedad? Todo esto ¿para qué? ¿Q qué atribuir el vacío que me crece en el pecho? ¿Qué puedo hacer ahora, abatido, exhausto, sin ilusiones, con el despojo de existencia que todavía arrastro por la acera?...
            Destino lamentable el de ese que tuvo la oportunidad de ser dichoso y no la aprovechó. Sólo a tales individuos puede aplicárseles a plenitud el calificativo de miserables... Aquel a quien la sevicia implacable de la fortuna ha perdonado no tiene derecho a sentir congoja. Nadie ate obliga, compañero, a dar la espaldad a al bondad, a la amistad y a la belleza. Es perversa manía desperdiciar el tiempo quejándonos de nuestra negra suerte..., que he arribado a la conclusión de que la infelicidad, cuando no testimonia egoísmo, revela ingratitud...
            Quedan muchas cosas por decir... Acaso uno de estos días me disponga y lo haga.   

Pasión de lucidez: una aproximación a la ensayística de Jorge Luis Borges


            Si doy fe a los títulos que la bibliografía especializada acopia, los estudios que ha merecido la obra de Jorge Luis Borges son tantos y tan variados que al rezagado crítico de estos años tardíos podría parecer tarea desesperada decir algo acerca del eximio escritor que no haya sido repetido mil veces ya. Empero, esa caudalosa lista de seudos comentarios, si bien resulta amenazadora, no tiene por qué desanimar. Añadir nuestra imprudente glosa a los puntuales o exhaustivos análisis que en torno al quehacer literario de Borges cualquier librería exhibe en sus anaqueles, es audacia que espero poder justificar al amparo de las sumarias razones que a continuación ofrezco:

            La primera de ellas, de puro obvia, corre el albur de ser calificada futilidad de Perogrullo. Hela aquí: toda obra excepcional es clásica; y clásico, por axioma, es el libro que nunca pierde actualidad. Lo que, entre otras cosas significa que no empece una y otra vez hinquen en él su diente los filólogos, no hay peligro de que la populosa investigación pueda extenuar su infinita riqueza. Sobre un clásico – ¿cómo escatimar a Borges pareja dignidad? – nadie esta facultado para pronunciar la última palabra.

            El Segundo argumento que acude en mi socorro es también bastante previsible: la crítica, -- la auténtica, específico – no se afana sólo, como el lego inadvertidamente se figura, en exhumar influencias, catalogar temas, ideas y motivos, o levantar una tabla estadística de las imágenes y otras maniobras de estilo a las que el autor sea particularmente afecto, labor nada repudiable pero, en lo que atañe a Jorge Luis Borges, acaso en lo fundamental ya concluida; sino que se endereza a esclarecer el texto examinado surtida con el punto de vista del intérprete, o sea, que aspira a revivir dicho texto desde el particular horizonte de valores del que lo explora. No tiene licencia el escoliasta – gracias a Dios – para prescindir de su propia manera de sentir cuando fija la vista en una obra. La resonancia del escrito en el clausurado tímpano de la sensibilidad de quien lo consulta es lo que, en resumidas cuentas, nos interesa, siempre y cuando el apreciador sepa expresar con hondura, claridad y belleza lo que en su fuero íntimo la versión escudriñada hizo germinar. Si lo que antecede no es desacertado, solo se harán acreedoras de nuestro desdén, por estériles, las críticas de los profesionales de ánimo seco y embotado paladar. Las otras, hijas de la admiración y el entusiasmo del cultivado espíritu, no podrían sobrar en nuestro aparador.

            Y para rematar el acápite, mi tercera razón: si bien cunden las pesquisas en torno al Borges poeta y cuentista, abrigo la ilusión de que acerca del Borges ensayista y critico literario quede todavía alguna rendija por donde escurrir pareceres si no enteramente novedosos, cuando menos poco trajinados.

            En todo caso, a la mayoría de los eruditos que con no exiguo mérito se ha quemado las pestañas aquilatando  la producción borgeana, llevo yo – si no me engaño – la inconcusa ventaja de no haber confraternizado con ninguno de los millares de volúmenes y artículos que el genial argentino ha sabido inspirar. De ese providencial desconocimiento de lo que mis doctos colegas opinan de Jorge Luis Borges – incuria que me impele a escrutarlo con mirada virgen y pensamiento libre de prejuicios ajenos--, me propongo extraer beneficio jugoso.

            Aunque al adentrarnos en el estudio de la ensayística de Jorge Luis Borges numerosas cuestiones despiertan al punto la curiosidad (y cualquiera de ellas despliega prendas suficientes para seducirnos), se me antoja que son tres los tópicos que el analista no debe reservar al tintero: la teoría estética que el porteño maestro insinúa en salpicadas aseveraciones en torno a la caterva de títulos en cuyas páginas incursionó; el perfil idiosincrásico que el tono de su palabra claramente sugiere; y los procedimientos estilísticos y estrategias gramaticales a las que el magno literato se apega con ostensible asiduidad.

            No escala tan alto mi ambición como para querer desmenuzar hasta sus últimas posibilidades los temas a que acabo de referirme. Pero sobre cada uno de ellos sí tengo la intención de perpetrar algunas acotaciones cuya exactitud y conveniencia será empresa  del lector resolver.

            Es concebible – y hasta estimulante – no compartir el credo de Borges; pero es inverosímil no sucumbir a la implacable lucidez de su palabra. Es tal la fascinación que sobre el lector obra su discurso, que incluso cuando claramente disentimos de algunas de sus ideas, obliga a preguntarnos si, a la postre, lo que él propone no resulta más aceptable que lo que imaginábamos hasta ese instante sustentar... La prosa de Borges es inconfundible. Como sucede con cada creador de fuste, no puede el escritor argentino pergeñar cuatro renglones sin que – venturosa infidencia – traicionen éstos el perfil literario del hombre, su temple anímico, su irrevocable fisonomía intelectual. Basta que deslicemos la mirada sobre cualquier párrafo de sus cavilaciones para detectar qué traviesa y aguzada pluma lo amonedó. Jorge Luis Borges es un estilista en el sentido cabal del término (calificativo ante el que claudico, aún reconociendo que el autor así ponderado seguramente lo juzgaría abominable). Estilista, insisto, porque estamos frente a un escritor que no se circunscribe a consignar sus ideas en lenguaje correcto, ajustado a la legislación del castellano, sino que pone tanto o más esmero en hallar la expresión no manoseada y estéticamente erguida, como en dar con pensamientos vívidos y razonamientos de límpida articulación y conturbadora lógica. Para Jorge Luis Borges la forma de decir las cosas pesa tanto como los conceptos y juicios que esa forma dispensa. No ignora el ensayista que el pensamiento nunca admitirá sin menoscabo irreparable ser escindido de los símbolos verbales que lo revelan. La manera de decir es parte irrenunciable  y sustantiva de lo dicho. Es lo que explica también que la misma idea tenga diverso sabor cuando brota de plumas diferentes.

            Corresponde entonces indagar cual es el sabor de la prosa borgeana y, sobre todo, a que procedimientos retóricos atribuir su insultante eficacia. Intentaré en las líneas que siguen dar satisfacción a tan perseverante inquietud.

            Estimo que no comete falsedad ni exageración quien declara que las marcas denunciadoras del estilo borgeano son: la fulgurante originalidad de la adjetivación, el soslayamiento pertinaz del énfasis, la estrategia dubitativa y el humor de irónico viso.

            Lo que al pronto reclama la atención de quien eche una ojeada  sobre la prosa critica de Jorge Luis Borges es – no creo equivocarme – el cariz personalísimo de los epítetos que pueblan su reflexión. Ningún otro escritor – que mi ignorancia atine a reconocer – ha sabido aprovechar esa providencia, ciertamente modesta, con el saldo espectacular obtenido por Borges. El esplendor discursivo que su escritura irradia no deriva del abuso de palabras insólitas; sino de las insólitas combinaciones, o, para ser mas preciso, de los imprevistos emparejamientos de voces que la feliz intuición del literato conjura.

            Veamos: ni el sustantivo genérico “ruiseñor”, ni el adjetivo “infinito” dan la impresión de constituir enunciados a los que podamos acusar de rareza. Empero, cuando el azar o el destino los añuda en la expresión borgeana  “infinito ruiseñor”, cada uno de ellos comienza a refulgir “con viva luz extraña”, como versificaba cierto poeta cuyo celebre nombre mi ingratitud olvida. Que el participio “fatigado” sea palabra de las más llanas y encontradizas nadie – salvo quien se complazca en controversias infundadas – lo discutirá; como tampoco creo que la voz “crepúsculo”, no obstante su romántica connotación literaria, tenga pinta susceptible de provocar asombro. Al ponerlas, sin embargo, en amoroso acoplamiento diciendo, como hizo Borges, “fatigado crepúsculo”, todo cambia y ambas se iluminan, emergen del sombrío anonimato en que yacían recluidas y se tornan dulces y amables como la miel. En veces el sortilegio que sobre el espíritu ejerce la inusual pareja de términos proviene del oxímoron, esto es, de la inquietante asociación de significados opuestos, que genera una tensión de la que aflora misteriosamente un nuevo significado de pulcra estampa y acrisolada alcurnia. Es el caso de “dificultad feliz”, “oportuno desconocimiento”, “ostentoso laconismo”, o “ternura feroz”, locuciones que espigo a raudales en las páginas criticas de Borges y cuyas citas podría multiplicar hasta el cansancio si no me lo desaconsejara el recato que debo a mi lector.

            En torno al énfasis y a su feraz ausencia en la ensayística del insigne argentino, hay materia para redactar veinte obesos volúmenes. No es secreto para nadie (una infausta tradición lo corrobora) que el talón de Aquiles de los escritores de lengua castellana ha sido la verbosidad. Diera la impresión de que apenas siente en la mano el metálico frescor de la pluma, el ingenio de hispánico abolengo se deja encandilar por las galas arteras de la inflada elocución y el discurrir declamatorio. La más descuidada lectura de nuestros clásicos hace barruntar que la sencillez expositiva, la insobornable transparencia y los afeites rigurosos de la sobriedad no son cualidades a las que el numen del idioma de Cervantes propende. En los sonoros dominios de  la lengua española – que incluye la peninsular y la americana – se atropellan los literatos de gesto hinchado y oratorio desplante, proliferan los que sucumben, deleitosamente atolondrados, al funesto embeleso del rizo ornamental y la florida bagatela, y no son escasos tampoco, antes bien endémica plaga, los que practican el arte laborioso de la agudeza enmarañada o la no menos agobiante disciplina de la afectada entonación. Lo cierto es que en vano fatigaremos los caminos de nuestra historia literaria a la husma de remansos de claridad y tersura (que el popular consenso reputa monopolio de los autores galos) o tras el rastro de la circunspecta elegancia que – admirable pudor – suele exhibir, sin esfuerzo notorio, el “scholar” inglés. Para nuestro infortunio, el escritor de lengua castellana se inflige a si mismo la tarea extravagante de relumbrar, o – es otro modo de decir lo mismo --, se infiere la encomienda de ser artificioso; o, defecto contrapuesto, peca de negligente y oscuro. Es verosímil que lo anotado halle plausible explicación en el temperamento extremoso del hispano, en su naturaleza energúmena que le hace juzgar desabridos los civilizados atributos del equilibrio y la moderación mientras favorece con creces los ademanes hirsutos, la brusquedad angulosa y la greguería.

            Sea cual fuere la causa de semejante predisposición – o despropósito --, un hecho parece resistir los mas contundentes reparos: El autor que se expresa en el orgulloso romance estrenado por don Rodrigo Díaz de Vivar, “el que en buena hora ciñó espada”, elegirá ser deslumbrante, atlético, apasionado, original, escultórico, exótico, pintoresco, desconcertante, excéntrico y fantasioso (tesoro digno de colocar en la panoplia), pero sólo por excepción profundo, y mas raramente todavía comedido. El carácter improvisador del hispano y su arrebatado talante no se entienden con la urbanidad elocutiva ni con la caballerosa sutileza de un gusto sano y respetuoso. De ahí que acaso no resulte arbitraria la sospecha de que los parvos ejemplos de péndolas del idioma castellano a las que cabe adjudicar la infrecuente virtud de la tersura, lograron deshacerse de la hipérbole y la hojarasca porque tuvieron la oportunidad de familiarizarse con lenguas distintas a la materna y vivir largos periodos entre gente de cultura muy alejada de la suya. Tal el caso de un Ortega y Gasset, de un Alfonso Reyes o de un Pedro Henríquez Ureña; y lo mismo puede afirmarse – creo – de Jorge Luis Borges.

            En estas latitudes de mi travesía inquisitiva permítaseme – no la percibo inoportuna – una escueta digresión: aun cuando los ensayos de crítica literaria de Pedro Henríquez Ureña y los de Jorge Luis Borges coinciden en mas de una nota característica (verbigracia, la penetración analítica, la capacidad de síntesis, la frase cristalina y breve y el desprecio de la pompa retórica) un rasgo para nada incidental los separa: el registro del dominicano es de tan persistente circunspección y gravedad que, por momentos, no somos capaces de esquivar la presunción de hallarnos en presencia de un pedagogo ante cuyo porte académico y demoledora erudición apenas acertamos adoptar la actitud reverente del aprendiz solícito. Mientras que Borges, no menos sólido, cauto y perspicaz que Henríquez Ureña, nunca prescinde del humor. En el tono confidencial del argentino paladeamos cierta inconfundible travesura, cierta despreocupada informalidad que el adusto maestro de Quisqueya jamás se hubiera consentido.

            Cada escritor tiene su peculiar acento, una inflexión personal que, apenas familiarizados con ella, será fácil reconocer en el renglón con que el azar haga tropezar nuestra mirada. Es como el timbre de una voz fraterna; no bien la hemos escuchado, nada menos embarazoso que dar con la identidad del que así habla. La entonación de Cervantes no se parece a la de Quevedo, ni tampoco se confunde con la de Góngora o la de Lope de Vega. Pareja señal distintiva es lo que solemos denominar “estilo”, terminajo ciertamente enfadoso con el que habitualmente pretendemos designar cómo ciertas palabras y el modo en que estas se enlazan manifiestan un temperamento, dibujan la inexorable fisonomía literaria de su autor.

            Pues bien, lo que permite discernir con razonable certidumbre los contornos de una personalidad literaria no es mera consecuencia de lo que la pluma estampa sobre el papel, sino, también, en medida no menos significativa, de cuanto en la página no hallaremos jamás porque ha sido desterrado de ella en forma recalcitrante y calculada.

            No alcanzo, por ejemplo, a imaginar a un Jorge Luis Borges patético. La ausencia de patetismo o, si lo preferimos, de énfasis dramático, se me antoja tan sintomática como las marcas que su escritura destaca, a saber, la suave y ágil marcha del período o la implacable luminosidad del pensamiento. Por lo demás, es comprensible que el maestro argentino sortee con porfía los arrebatos de la emoción. La exuberancia no hace migas con el espíritu adicto a la lucidez. La vehemencia – ¿quien no lo sabe”? – distorsiona la sintaxis, asume un peligroso ademán interjectivo, acusa una perversa incontinencia verbal y no es capaz de eludir cierta gárrula hinchazón reñida con los castos rubores de la sensibilidad educada.

            A Jorge Luis Borges cabe aplicar lo que él mismo afirmara de Williams James: “Escribió con la claridad que requiere la buena educación”. La buena educación – postulado de la clasicidad – reclama, por sobre todas las cosas, armonía y decoro. A estos dos sensatos paradigmas se contrapone la efusión patética. De ahí que la prosa borgeana se mantenga precavidamente ajena al lenguaje sublime y al gesto grandioso de urdimbre declamatoria. A nada teme mas un paladar depurado que a hacer el ridículo. Y la expresión patética, por lo que importa de contorsión, forzado rictus e inflamación prosódica, siempre esta en inminente riesgo de cursilería o de excentricidad. Es muy corta la distancia que separa lo sublime de lo grotesco; un ínfimo desliz y lo que debía transportar el alma merced a su elevación, ímpetu y magnificencia, se despeña sin remedio hacia lo estrafalario y truculento. No puede entonces sorprender que Jorge Luis Borges nos ahorre con empecinada cortesía el histrionismo y la impulsividad. La escandalosa ausencia de énfasis que su discurso pregona es nervio y sangre de su impoluto estilo. Borges no es solo el literato de irónica y pulquérrima factura, sino también, en no menor cuantía, el escritor que nunca o casi nunca amplifica la voz.

            Conviene la critica autorizada en reconocer – por una vez de manera unánime – que la prosa borgeana posee las cardinales virtudes de limpidez, agudeza y mesura. Y, en efecto, basta dispensar una mirada distraída a los ensayos de Borges para que refrendemos las atinadas observaciones que en torno al estilo del pensador porteño vertiera, hace mas de cincuenta años, Pedro Henríquez Ureña. En opinión del sabio dominicano, en lo que al manejo del idioma concierne, Jorge Luis Borges “es estupendo; no se equivoca nunca; como dice el pintor y perito en tipografía Attilio Rossi (el italiano de la Editorial Losada), se pasa las tardes de los domingos tachando palabras”.

            Sin embargo, la prudencia lingüística de Jorge Luis Borges, fruto de la penosa y excitante tarea de tachar palabras a que alude Pedro Henríquez Ureña, logra evadir milagrosamente el obstáculo con el que suelen dar de bruces los escritores que se empecinan en los fragosos placeres de la sobriedad: la aridez expositiva.

            Borges, -- antes lo subrayamos – abomina la facundia y la ampulosidad. De lo que sería falso colegir que, pasando al extremo opuesto, se sienta requerido por los ceñudos sortilegios del discurrir ascético. La sequedad expresiva es ganga que en vano buscaremos en la radiante veta de la ensayística borgeana. No es el suyo un lenguaje expoliado y yermo. La obstinada ausencia de adornos, la economía de epítetos, la poda feroz de hipérboles y ademanes aparatosos sáldase no con penuria expresiva, sino con delicada fluidez verbal y juguetón donaire.

            Pese a su talante comedido – o, antes bien, gracias a él --, la prosa de Jorge Luis Borges nada tiene de parca ni de frugal. Rehuye ciertamente su cálamo los teatrales gestos de la exuberancia, pero no se deja embaucar por los modales escurridos de la inclemente desolación. La tónica de sus escritos se halla en los antípodas de la severidad de académica estampa. Cuando pule, recorta y suprime Jorge Luis Borges, lejos de adoptar olímpica actitud de desasimiento emocional, imprime en la frase el nítido cuño de su poderosa personalidad; al eliminar, refuerza; nunca lucirá austera su prosa, sino intensa, sugerente, vital. Y lo que maravilla por encima de cualesquiera otras virtudes, es que semejante hazaña sea consecuencia no de abundancia barroca, prodigalidad léxica o desbordada fantasía, sino del cálculo, gusto alquitarado y rigurosa administración de las traicioneras proclividades del idioma castellano.

            Estipulaba Borges haciendo gala de verbo inusualmente sentencioso que “Hay escritores – Chesterton, Quevedo, Virgilio – integralmente susceptibles de análisis; ningún procedimiento, ninguna felicidad hay en ellos que no pueda justificar el retórico”. Juicio clarividente sobre el que me veo tentado a señalar que su autor pudo incluirse perfectamente en tan selecto listado. Hasta donde admite el arcano de la creación las indiscreciones del discernimiento, cabe colocar al Jorge Luis Borges ensayista junto a aquellos escritores cuyo proceder literario anuncia con tanta claridad sus méritos que ni al más beocio glosador podrían pasar inadvertidos. Si la hondura del pensamiento, los deslumbramientos de la intuición o la sutileza perceptiva se muestran en postrera instancia refractarios a la desconsiderada manía de fundamentar con argumentos su presencia (porque el genio trasciende toda razonable explicación), en materia de estilo se da el caso de ciertos autores sobre quienes no luce inabordable empresa dictaminar el origen de sus aciertos o establecer los mecanismos que apuntalan la singular eficacia de su discurso. Borges – me aventuro a proclamarlo – es uno de ellos. Como suele ocurrir con los temperamentos de clásica tesitura, los primores de la ensayística borgeana no son deudores del azar ni compromisorios de un caprichoso espíritu de improvisación. Aunque sus logros dieran la impresión de haber sido alcanzados sin esfuerzo y fluyan las ideas como cantarina agua de manantial, lo cierto es que la incomparable limpidez del lenguaje borgeano es fruto sopesado de laborioso artesanía, ruda faena de estupores cuyas huellas han sido meticulosamente borradas, como exige el desempeño artístico exitoso.

            A dicho éxito contribuye quizá otro rasgo estilístico que podría pasar desapercibido. Me refiero a la astuta supresión de las locuciones que el castellano prodiga con el propósito de revelar el nexo lógico, la relación causal entre dos o más ideas o acontecimientos. “Puesto que”, “en efecto”, “en consecuencia”, “por consiguiente”, “a causa de”, “dado que”, “con el fin de”, expresiones de uso ordinario en nuestra lengua, sólo de manera muy remisa y a cuenta gotas asoman en las páginas del ensayista porteño. Hecho que paradójicamente contrasta con la sólida trabazón conceptual y aplastante rigor que distingue su prosa analítica. La convivencia de un pensamiento vigoroso, de insuperable ilación, cuya andadura nunca se ve interrumpida por hiatos molestos o injustificados desvíos, y de la mentada parvedad de conectivos lógicos, sería – acaso – nota distintiva cardinal de la meditación de Borges. De la afortunada contraposición entre un razonamiento de elaborada coherencia y un decir avaro en las fórmulas que ponen de resalto las relaciones de procedencia, finalidad y determinación, germina la cualidad típicamente borgeana de la ligereza y frescura. Tales enlaces lógicos, propios del discurrir conceptual, si bien organizan las ideas favoreciendo su articulada presentación, tienen el inconveniente de lastrar el período con recetas lingüísticas de desairada catadura que, al acumularse, entorpecen con su burda monotonía la marcha de la frase. De tan incómodo percance nos exime la prosa borgeana. No a otra causa cabe adjudicar su alada transparencia.

            Por lo demás, el registro elocutivo de Borges es siempre (la anotación no me luce ancilar) personal e íntimo. El recuerdo, la anécdota, la vivencia injertan calidez a su palabra. No alza la voz. En ningún momento dejamos de sentir que está conversando con nosotros. Su plática, amenísima, prescinde de cascabeles y arabescos. Y no es que su frase a fuer de despojada se nos haga cansona o insípida. Nada menos convencional ni previsible que la frase de Borges. Es la suya una escritura carente de suntuosidad, exenta de lujo, pero que resplandece con la desnuda transparencia del cristal. De adentro mana su fulgor. El deslumbramiento que procura es hijo de un cultivado instinto que encuentra siempre, con puntería desconcertante, el giro grato, el matiz diferenciador, la expresión inhabitual y sugerente.

            Sin temor a inferir injuriosas hipérboles, apoyado en los juicios que anteceden, arriesgaré la afirmación de que Jorge Luis Borges es un escritor muy poco hispánico; antes bien aventajado discípulo de los enciclopedistas franceses o de la acuidad refinada del ingenio sajón... Que esa foránea índole se exprese en sin par castellano es tal vez una de las paradojas, de las admirables rarezas que hacen de Borges un literato fuera de serie e inevitable punto de referencia para quien sea capaz de ver más allá de sus propias narices.

            En lo tocante a la peculiar modalidad borgeana de exponer las ideas sirviéndose de protocolos que lastran la argumentación con un devastador principio de incertidumbre (técnica retórica a la que he bautizado con el insatisfactorio nombre de “estrategia dubitativa”), si no me engaño, parejo artificio cumple una doble función: para empezar, la profusión de los adverbios “quizá”, “tal vez” y “acaso”, como de otras cautelosas palabras destinadas a mermar la asertividad de los juicios, tienen el taimado propósito de desarmar las prevenciones del lector, de manera que, despojado éste de coraza y escudo defensivos, se convierta en blanco inerme para el penetrante y a veces malicioso designio del escritor.

            En efecto, la porfía con que se reiteran los adverbios mencionados y la nutrida población de fórmulas de indecisión del tenor de “entreveo o creo entrever”, “prefiero sospechar”, “no sé que opinará mi lector”, “es verosímil que”, “me aventuro a diferir”, “parece confirmar”, “no se si es necesario decir”, “si no me engaño”, “empresa que ignoro si soy capaz”, etcétera, sitúan los planteamientos del autor en el nada presuntuoso terreno de las conjeturas personales. Valido de semejante mecanismo, el ensayista no persigue otra meta que la de remachar que cuanto pregona  -- si bien responde fielmente a su visión – podría no ser totalmente cierto, o hasta podría ser un entero dislate... ¿Qué puede uno hacer frente a un discurso plagado de tantas reservas, ante un escritor que comienza por colocar en tela de juicio – o así nos lo hace creer – su propio criterio? Bajar la guardia y abrir las puertas del espíritu de par en par. Aprovechando esa confiada postura, de manera tanto más eficaz cuanto menos ostensible, la elocuencia borgeana nos encandila. Al final estaremos convencidos de que lo que Borges dice, aunque antes de escuchárselo a él nos habría escandalizado, es, ¡y de qué modo!, lo que nosotros habíamos pensado siempre.

            El segundo propósito del referido planteo dubitativo es generar las condiciones para sembrar la suspicacia en el lector acerca de asuntos que hasta ese momento no parecían problemáticos. Los “quizá”, los “tal vez”, los “acaso”, junto a los demás giros de reticencia enumerados en las líneas que preceden, tienen la virtud de ir propiciando un clima de incertidumbre, un espacio enrarecido donde lo que juzgábamos firme realidad, evidencia irrecusable, helas aquí transmutadas en etéreo espejismo de la mente. Insidiosa, acariciante y oblicua, la arremetida verbal del erudito y sagaz escoliasta no marra nunca el centro de la diana. Terminamos la lectura de cualquiera de sus ensayos y ya estamos dispuestos a conceder que el mundo es una ficción, vástago espurio de nuestra afiebrada fantasía. Embrujo irresistible de una palabra que nos arropa en las gasas del sueño.

            Por lo que hace al humor, me incorporaré al coro de cuantos sostienen que es uno de los inveterados atributos de la escritura borgeana. Y, desde luego, de los más temibles. Pues ¿qué puede haber de más entretenidamente persuasivo que la lucidez transfigurada en ironía iconoclasta? No sería excesivo estatuir que en el caso del autor que nos ocupa la mofa reviste mayor pertinencia suasoria dado que, de ordinario, logra esquivar el vejamen. La ironía de Borges es de hoja afiladísima, pero no traiciona la caballerosidad de cepa aristocrática. Se me antoja que el buen tono de su causticidad sea quizás la clave del efecto demoledor de sus reparos críticos. Cuando la sátira no abjura del señorío ni propende a la brusquedad es casi imposible resistirse a su influjo desacralizador. La ironía de Borges cala hondo porque sobre ser de inexorable perspicuidad, muestra tolerancia al error, esto es, que mientras fustiga la falta sentimos que, después de todo, el despiadado látigo tiene la suficiente sabiduría como para resignarse al vicio que escarnece. Al ironizar - Borges ironiza incluso cuando no sospechamos que lo está haciendo – el encumbrado exégeta no comete la torpeza de contemplar el texto ajeno a través del cristal de sus personales predilecciones literarias. Sabe perfectamente distinguir en la obra de un autor aquello que le agrada porque es afín con sus gustos e inclinaciones, de lo que reclama elogioso veredicto aun cuando no condiga con sus más entrañables preferencias. El refinamiento espiritual del intérprete prohíbe cualquier tipo de estrechez especulativa o de arbitraria parcialidad. Esa apertura cordial, esa entera disponibilidad anímica, que nunca están ausentes de sus mejores páginas, son las que – acaso – convierten los irónicos fervores de su cálamo en ariete letal a cuyo sonriente dictamen nos rendimos.

Mudándome ahora a otra parcela del vasto continente del estilo, me asalta la ocurrencia de que una de las cualidades que a Borges no se le puede escatimar es la de cautivarnos merced al procedimiento de proponer enfoques inusuales que dictan al discurso un vuelco hacia las sinuosas latitudes de lo extraño o lo desconcertante. Es él un maestro en lo que importa al supremo arte de atisbar hasta en los más triviales asuntos el rostro del enigma o, cuando menos, el inequívoco vacío que delata su esfumada presencia. Muy a menudo Jorge Luis Borges se las arregla para, al trote insistente de la meditación y sin que reparemos hacia donde somos conducidos, internarnos en una especie de fantasmagórico aposento en cuyo seno las cosas familiares acusan imprevista faz y cobran de repente la densidad inquietante de lo ignoto.

Ejemplo: en el segundo párrafo de su estudio sobre Almafuerte, propone el ensayista un dilema mortificante: ¿Por qué un autor que abunda en fruslerías y negligencias alcanza, sin embargo, fuerza poética inexcusable? Esbozada La cuestión en esos términos, o parecidos, añade Borges: “Esta paradoja o problema de una íntima virtud que se abre camino a través de una forma a veces vulgar me ha interesado siempre”. Y, - ¿habrá necesidad de subrayarlo? – pareja confesión, preñada de abismos subyugantes, no caerá en saco roto. A partir de ese instante lo que de Almafuerte se asevere o conjeture no será capaz de librarse de la sospecha del enigma.

Otro ejemplo, en el que el dilema que nos entretiene resurge tiñendo la reflexión con el color indeciso de la perplejidad: se trata del embrujo que ejercen las páginas de Cervantes pese – el “pese” es aquí de fundamental importancia – a los vicios declarados de su prosa. Nuevamente el asombro prospera alimentado por esa inopinada contradicción; ¿cómo puede lo mal escrito impresionarnos positivamente? Transcribamos las palabras del crítico: “Juzgado por los preceptos de la retórica, no hay estilo más deficiente que el de Cervantes. Abunda en repeticiones, en languideces, en hiatos, en errores de construcción, en ociosos o perjudiciales epítetos, en cambios de propósito. A todos ellos los anula o atempera cierto encanto esencial.”.

Un ejemplo postrero: en sus certeras consideraciones acerca del Martín Fierro de Hernández, Jorge Luis Borges recurre nueva vez a la paradoja con el propósito de conjurar nuestro estupor. En las mentadas cavilaciones asienta el exégeta: “Para dejar un libro que las generaciones venideras no se resignarán a olvidar, conviene proceder (pero ello no depende del autor) con cierta inocencia”. Idea que algunos párrafos adelante es repetida y precisada: “Una de las condiciones indispensables para redactar un libro famoso, un libro que las generaciones futuras no se resignarán a dejar morir, puede ser el no proponérselo.”. De la tensión que provoca el inesperado contraste nace la perplejidad. En esas aguas profundas y engañosas nos sumerge el analista a cada instante. Donde corre su pluma, algo misterioso acontece. En virtud de no sé que mágico talento, cuando a meditar se aboca el argentino, el hecho anodino de súbito descubre el gesto de lo insólito. El agridulce condimento del asombro es el que da sabor a la prosa borgeana.

No quisiera concluir estos descosidos razonamientos sin insinuar – con el vivo temor de que a despecho de lo humilde del propósito, el éxito esquive mis empeños – algunas conjeturas que, por lo que hace a las preocupaciones estéticas del eminente ensayista, me han parecido no del todo irrelevantes.

Pienso – corríjame el avisado lector – que el eje de la especulación borgeana en torno a la belleza es la convicción de que ésta “es una sensación física, algo que sentimos con todo el cuerpo. No es el resultado de un juicio, no llegamos a ella por medio de reglas; sentimos la belleza o no la sentimos”. De quien alienta semejante creencia es lícito esperar que nos declare su inclinación hedónica, es decir, su costumbre de leer sólo aquello que le produzca agrado. Una y otra vez confiesa: “yo soy un lector hedónico, lo repito: busco la emoción en los libros.”. De ahí que recomiende a la juventud: “¿Por qué no estudian directamente los textos? Si estos textos les agradan, bien; y si no les agradan, déjenlos, ya que la idea de la lectura obligatoria es una idea absurda. Tanto valdría hablar de felicidad obligatoria. Creo que la poesía es algo que se siente, y si ustedes no sienten la poesía, si no tienen sentimiento de belleza, si un relato no los lleva al deseo de saber qué ocurrió después, al autor no ha escrito para ustedes. Déjenlo de lado, que la literatura es bastante rica para ofrecerles algún autor digno de su atención, o indigno hoy de su atención y que leerán mañana.”.

Ahora bien, siendo poesía y belleza sentimientos, de ambos se puede hablar todo lo que se nos antoje sin que nunca logremos encerrarlas en la jaula dorada de la definición. La belleza elude los argumentos de la lógica; se derrama por el borde del más comprensivo y hospitalario razonamiento. Dejemos que sea Borges quien nos lo diga: “El hecho estético es algo tan evidente, tan inmediato, tan indefinible como el amor, el sabor de la fruta, el agua. Sentimos la poesía como sentimos la cercanía de una mujer, o como sentimos una montaña o una bahía. Si la sentimos inmediatamente, ¿a qué diluirla en otras palabras, que sin duda serán más débiles que nuestros sentimientos?”.

Así las cosas, cómo no estar de acuerdo en que la belleza de un texto asegura su perdurabilidad, el que generación tras generación acudan los lectores a abrevar en sus páginas. De esta banal constatación parte la aguda observación borgeana de que todo escritor escribe dos cosas: “una, el tema que se propuso; otra, la manera en que lo ejecutó.”. Porque – sigamos citando a Borges – “todas las formas tienen su virtud en si mismas y no en un “contenido” conjetural”. De lo que se desprende que el hecho estético es un obsequio de los dioses; el credo del escritor y las metas conscientes que a si mismo se impone suelen influir muy poco en el resultado de la faena creadora. No alcanza la inmortalidad un libro porque su autor haya propagado en él ciertas concepciones políticas, religiosas o morales, sino por un “algo” imponderable, irreductible al análisis, que el literato, sin percatarse acaso que lo hacía, depositó en sus folios. No es, pues, ociosa comprobación la que encierran estas palabras de Borges: “En el decurso de una vida consagrada menos a vivir que a leer, he verificado muchas veces que los propósitos y teorías literarias no son otra cosa que estímulos y que la obra final suele ignorarlos y hasta contradecirlos”.

Es tiempo de sellar mi aventurada indagación. Lo haré señalando que Jorge Luis Borges pertenece al selecto cónclave de autores – glorioso puñado de mentes privilegiadas – que siempre nos aleccionarán. Nos ilumina el pensamiento del sagaz argentino cuando creemos que acierta, pero sobre todo nos ilumina cuando estamos seguros de que se equivoca.

El torrente Neruda


            Poetas hay, no los menos dignos de nuestra estima, que pulsan como las cigarras una sola cuerda o un reducido número de ellas. El laúd o la lira, a los que la tradición los asocia, es tópico que acusa íntima verdad. En su canto –dulce, diáfano o afligido- reconocemos, inalterable, un único acento. Esta poesía, que avanza siempre por el mismo cauce rítmico, que adopta un tono emocional constante, una andadura de la frase que asiduamente responde al invariable perfil anímico del cantor, pese a la ausencia de fluctuaciones, es capaz de sacudir profundamente nuestro espíritu siempre que el verso hinque raíces en el suelo feraz del corazón. Gustavo Adolfo Bécquer y Antonio Machado se me antojan paradigmas excelsos de esta lírica modalidad; e insuperable ejemplo de la sin par estatura a que puede alzarse el aedo de ascético registro y monocorde entonación.
             En los antípodas de la mentada manera enclaustrada y uniforme de versificar, sienta Neruda sus reales. Porque Neruda no se conforma con interpretar melodías en un solo instrumento, como acaece con la mayoría de los poetas. Lejos de eso, el teclado al que él arranca sus orgiásticos secretos es multitudinario, potente como órgano de catedral y, a la vez, poseedor de todos los timbres de la orquesta. En el pecho del vate de Temuco una variopinta muchedumbre de voces se agolpa y estremece. Semejante virtud, rara en extremo, impregna la estrofa del chileno con fragancias de hervidero y tropel.
            En el glorioso Parnaso de la lírica en lengua española descarto exista el numen que, cuando muda de tema, sin perder un adarme de vigor expresivo y esplendente primor, sea capaz como la de Neruda de recogerse en el terciopelo tímido de un capullo de rosa, de ascender luego con súbito aletazo al risco soberbio en el que anida el cóndor, de trasmigrar después al helado silencio donde la noche con mil ojos insomnes nos acosa, de transformarse una y otra vez en piedra, lluvia y bosque de aromas ancestrales; no hay en nuestra literatura –convengamos en ello- palabra que cual la de Neruda esté dotada del mágico poder de penetrar lo ínfimo, de habitar lo grandioso, de adelgazarse púdicamente para abrazar la simiente y la brizna de hierba o de adoptar, agigantándose, la terrorífica faz bramante y majestuosa de la desmelenada catarata.
            Pareja cualidad –en cuya importancia nunca se insistirá bastante- de albergar en el canto infinitud de tonos, cromatismos y acentos es la que permite al gran bardo austral sentirse como en su propia casa cualquiera que sea la naturaleza del asunto sobre el que su musa haya querido tejer el sonoro sortilegio del verso.
            Así, en la fase inicial de la trayectoria del poeta, topamos con el precoz Neruda del amor, de un amor deleitosamente quejumbroso, pasión de otoñal neblina, fervores de brisa oscura que dan aliento a la nostalgia. La nostalgia es penumbra, ósculo que dulcemente atormenta desde los hontanares del recuerdo, gélido soplo lunar que a la caricia adhiere y a la derrota seductora de los sentidos y de la carne aspira.
            La contumaz melancolía que trasuntan las justamente celebradas e infatigablemente reimpresas estrofas de FAREWELL nunca antes había sido plasmada con tan sencilla urdimbre, candoroso latido y sensuales urgencias. Esbozo admirable de trazos mórbidos y exactos, de pinceladas brumosas que compendian en figuras verbales emblemáticas la lóbrega llovizna de una esperanza que, consciente de su ilusorio anhelar, haciendo frente a la fatalidad, sonríe resignada. La contagiosa placidez de la frase que se escande con mansedumbre sostenida, contribuye a que la recalcitrante tristeza del cuadro que el autor dibuja pierda sus más ponzoñosas espinas y se acicale con las mieles del canto:
            “Desde el fondo de ti, y arrodillado, / un niño triste, como yo, nos mira. // Por esa vida que arderá en sus venas / tendrían que amarrarse nuestras vidas. // Por esas manos, hijas de tus manos, / tendrían que matar las manos mías. // Por sus ojos abiertos en la tierra / veré en los tuyos lágrimas un día. // Yo no lo quiero, Amada. // Para que nada nos amarre / que no nos una nada. // Ni la palabra que aromó tu boca, / ni lo que no dijeron las palabras. // Ni la fiesta de amor que no tuvimos, / ni tus sollozos junto a la ventana. // (...) Fui tuyo, fuiste mía. ¿Qué más? Juntos hicimos / un recodo en la ruta donde el amor pasó. // Fui tuyo, fuiste mía. Tú serás del que te ame, / del que corte en tu huerto lo que he sembrado yo. // Yo me voy. Estoy triste: pero siempre estoy triste. / Vengo desde tus brazos. No sé hacia dónde voy. // ... Desde tu corazón me dice adiós un niño. / Y yo le digo adiós.”
            Ante el paisaje anímico de desolada añoranza que los versos que anteceden nos hacen columbrar imposible permanecer indiferentes. La belleza ilumina cada resquicio del poema con el sombrío resplandor romántico de la ausencia y la irreparable soledad. El amor hermana con la pesadumbre, fraterniza con la separación. Se lo otea desde la crepuscular despedida. Su más pura y atribulada esencia es el adiós.
            Los VEINTE POEMAS DE AMOR Y UNA CANCIÓN DESESPERADA  perseveran en el tópico amoroso y lo coronan con algunas de las composiciones más logradas del género sentimental erótico y, también, sin disputa, de las más leídas en el diserto idioma de Cervantes.
            Sin embargo, en lugar de las trémulas saudades y estoica resignación a que FAREWELL nos arrima, vamos a ser testigos en este segundo poemario de Neruda de una visión distinta. La viscosa tristeza de ocaso, sin desaparecer, abre ahora espacio a un vital sentimiento de viso afrodisíaco, de apetito carnal, que colma la página con imágenes espléndidas, metáforas y epítetos que proceden de la esfera de los fenómenos naturales y cuya lujuriosa procesión y novedoso aspecto casi vuelven tangibles los arrebatos indómitos del corazón. El frenesí erótico estalla cual fiesta en la que el verdor del campo, el agua, el cielo, participan. Hay un ambiente de idilio y una sana alegría de febril juventud que, a despecho de la ineludible melancolía del vate, hace que el escenario resplandezca con cálidos tornasoles y vírgenes espesuras:
            “Ah vastedad de pinos, rumor de olas quebrándose, / lento juego de luces, campana solitaria, / crepúsculo cayendo en tus ojos, muñeca, / caracola terrestre, en ti la tierra canta! // En ti los ríos cantan y mi alma en ellos huye / como tú lo desees y hacia donde tú quieras. / Márcame mi camino en tu arco de esperanza / y soltaré en delirio mi bandada de flechas. // En torno a mí estoy viendo tu cintura de niebla / y tu silencio acosa mis horas perseguidas, / y eres tú con tus brazos de piedra transparente / donde mis besos anclan y mi húmeda ansia anida. //  Ah tu voz misteriosa que el amor tiñe y dobla / en el atardecer resonante y muriendo! / Así en horas profundas sobre los campos he visto / doblarse las espigas en la boca del viento.”

            Pero la desolación está al acecho, pronta a saltar como voraz pantera sobre quien ingenuamente creyó encontrar en los tibios y susurrantes apremios de la mujer la dicha inconmovible. El movimiento pendular entre los dos extremos opuestos del placer que promete el convite amoroso y el desconsuelo que, al final del camino, aguarda tras el ágape de la sensualidad, se nos antoja la clave de la concepción artística que prevalece en los VEINTE POEMAS DE AMOR Y UNA CANCIÓN DESESPERADA. Decepción y entusiasmo, he aquí las dos caras de la mujer en el ritual del sexo. Frente a la atracción amorosa el poeta sólo puede rendirse; mas no ignora él que por la satisfacción carnal tendrá que pagar el elevado precio de la congoja y de un profundo y esencial desamparo:
            “(...) Puedo escribir los versos más tristes esta noche. / Pensar que no la tengo. Sentir que la he perdido. // Oír la noche inmensa, más inmensa sin ella. / Y el verso cae al alma como al pasto el rocío. // (...) La misma noche que hace blanquear los mismos árboles. / Nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos. // Ya no la quiero, es cierto, pero cuánto la quise. / Mi voz buscaba el viento para tocar su oído. // (...) Ya no la quiero, es cierto, pero tal vez la quiero. / Es tan corto el amor, y es tan largo el olvido. // Porque en noches como ésta la tuve entre mis brazos / mi alma no se contenta con haberla perdido. // Aunque éste sea el último dolor que ella me causa, / y éstos sean los últimos versos que yo le escribo.”
           

Ahora bien, si en las tremolantes estrofas que hemos traído brevemente a colación, la pasión amorosa, de la mano del genio taciturno del escritor, da pábulo a una estampida verbal irrefrenable, a una lúdica floración de metáforas impolutas y frescas que otrora –quizás con la excepción de Quevedo- no habían hallado refugio en los añosos infolios de la literatura castellana, es en RESIDENCIA EN LA TIERRA cuando, entregando las riendas del poetizar a los recónditos sobresaltos de la sangre y el tuétano, tumultuosa, atropellada, insólita, irrumpe la palabra. Más fogonazo y crepitación que lenguaje, más lava en ebullición que rítmica elocuencia, las páginas de RESIDENCIA EN LA TIERRA nos sumergen en un revuelto océano en el que, cual náufragos, flotamos al azar de perversa corriente que arrastra cabe nosotros los fragmentos, muñones y residuos de un universo que antes brindara cobijo pero que, inesperadamente –no imaginamos cómo- colapsó en estallido descomunal.
            Inclemente es la lectura de la RESIDENCIA porque, entre las grietas de la descoyuntada sintaxis, sobre el oleaje encrespado de la frase acezante y mordiente, en la tumultuosa lujuria de la desatada fantasía, asoma su rostro siniestro la angustia despiadada.
            En efecto, la opalescente melancolía que ayer al amor se avecindaba, ese resplandor sombrío en el que se complace la nostalgia, da paso ahora en los versos de RESIDENCIA EN LA TIERRA a un malestar de náusea, a un dramático agobio en cuyo vértigo cuanto juzgábamos sólido y real se disuelve y deposita en nuestra mano entumecida –postrer legado de la hecatombe- el polvo amargo de una noche sin término:
                 “Entre sombra y espacio, entre guarniciones y doncellas, / dotado de corazón singular y sueños funestos, / precipitadamente pálido, marchito en la frente / y con luto de viudo furioso por cada día de vida, / ay, paras cada agua invisible que bebo soñolientamente / y de todo sonido que acojo temblando, / tengo la misma sed ausente y la misma fiebre fría / un oído que nace, una angustia indirecta, / como si llegaran ladrones o fantasmas, / y en una cáscara de extensión fija y profunda, / como un camarero humillado, como una campana un poco ronca, / como un espejo viejo, como un olor de casa sola / en la que los huéspedes entran de noche perdidamente ebrios, / y hay un olor de ropa tirada al suelo y una ausencia de flores / -posiblemente de otro modo aún menos melancólico-, / pero, la verdad, de pronto, el viento que azota mi pecho, / las noches de substancia infinita caídas en mi dormitorio, / me piden lo profético que hay en mí, con melancolía,  y un golpe de objetos que llaman sin ser respondidos / hay, y un movimiento sin tregua, y un nombre confuso.”
            Refiriéndose a esta poesía estremecida, violenta, Amado Alonso señalaba con palabras a las que nadie osaría cambiar un punto o una coma que “no hay página de RESIDENCIA EN LA TIERRA donde falte esta terrible visión de lo que se deshace. Los ojos de Pablo Neruda son los únicos en el mundo constituidos para percibir con tanta concreción la invisible e incesante labor de autodesintegración a que se entregan todos los seres vivos y todas las cosas inertes, por debajo o por dentro de su movimiento o de su quietud. Son los únicos condenados a ver el drama ‘del río que durando se destruye’, verso espléndido donde se encierra la imagen definitiva de esta dolorosa visión de la realidad.”.
            Barriles de tinta han derramado los críticos de las más encontradas tendencias e intereses, en el empeño por hacerse con los secretos de ese triple poemario singular que Neruda bautizó RESIDENCIA EN LA TIERRA. A la inspiración que preside dichas creaciones se la ha calificado reiteradamente de surrealista. Sea... No es cuestión de disputar a causa de nomenclaturas. Lo que a fin de cuentas importa es palpar la densa y escalofriante belleza de esa lengua cuyos ásperos perfiles infunden vida al caos, lengua que desde el remolino de las más dilacerantes sensaciones y vivencias, es capaz de pergeñar un cuadro insuperable de la orfandad humana en un mundo por el hombre mismo construido pero que él no reconoce como propio, en un mundo extraño y hostil ante cuyo rostro apocalíptico la sórdida angustia, hija del difuso pavor, esgrime, desafiante, el pabellón del grito.
            Poesía ardua porque no era previsible que una experiencia vital asida al eje de la confusión y del desorden, y cuya función consiste precisamente en dar cuerpo de palabras a la anarquía de impresiones heteróclitas y sentimientos en pugna, se someta a la disciplina de la lógica ordinaria o de las convenciones sintácticas al uso. La baraúnda de imágenes de los versos que estamos comentando, la fuerza arrolladora de la desbordada fantasía, se desbrozan camino sacudiendo la expresión, interrumpiendo el curso de las ideas o emparejando vocablos nunca antes puestos en relación, de cuyo imprevisto enlace germinan inéditos significados de exótico cariz... cláusulas mutiladas, abusivos gerundios, derroche de anacolutos son tozudos expedientes retóricos a que el bardo acude para amansar la fiera que le devora las entrañas, para dar forma a lo informe, al mare mágnum de una profecía hecha de jirones y enhebrada con el hilo de un nocturno y sordo presentimiento:
            “(...) Por eso el día lunes arde como el petróleo / cuando me ve llegar con mi cara de cárcel, / y aúlla en su transcurso como una rueda herida, / y da pasos de sangre caliente hacia la noche. // (...) Yo paseo con calma, con ojos, con zapatos, / con furia, con olvido, / paso, cruzo oficinas y tiendas de ortopedia, / y patios donde hay ropas colgadas de un alambre: / calzoncillos, toallas, camisas que lloran / lentas lágrimas sucias.”

            La influencia que esta lírica vanguardista de sincopado aliento y ahíncos de magma urente ejerció en los poetas de habla española durante lo que va del siglo fue definitiva. Las fragosas composiciones de  RESIDENCIA EN LA TIERRA  dieron origen a toda una corriente de ‘nerudismo’ que, merced a la contumacia de una infatigable turba de imitadores, aún persiste, -duplicado trinar de bisutería cuyos insípidos y desentonados vagidos hasta el día de hoy nos hemos visto forzados a sobrellevar-.
            Pues, como era de temerse, en décadas signadas por las extravagancias de los ‘ismos’, la belicosa novedad del lenguaje a que nos estamos refiriendo no podía dejar de provocar un impacto estruendoso entre los cultivadores de las musas, quienes, perplejos ante voz de tan zahareña sonoridad y fulminante traza, se aplicaron sin demora a la tarea formidable, y de antemano abocada al descalabro, de remedarla.
            Los resultados de pareja iniciativa no han sido, a mi entender, felices. La razón de ello estriba en que la modalidad lírica que el vate chileno inaugura en los poemas de RESIDENCIA EN LA TIERRA, habida cuenta de la hermética factura y retorcido tratamiento verbal que la distingue, constituye de hecho una expresión que, en punto a inteligibilidad, bordea peligrosamente el límite de lo tolerable. Pese a la clausurada tesitura de su verso, no obstante los continuos desacatos a la lógica y a la gramática, Neruda se las apaña siempre para azotarnos con el aluvión de un sentimiento que, aunque sellado y oscuro, nos entrega en sus negras metáforas, en la incisiva pureza de su caótica andadura, una visión soberbia de los bajos fondos del agobio, de los sótanos lóbregos y ominosos de la pesadilla. La portentosa intensidad lírica del cantor de Parral, su creatividad en permanente ebullición y su desaforada fantasía, logran llevar a exitoso término la proeza: hacer que el desarreglo de la intimidad y el revoltijo de las subjetivas impresiones transmigren a la palabra, de modo que, objetivada la vivencia de radical desasosiego en nítidas imágenes y pegadizo ritmo, podamos, horrorizándonos, saborear con delectación su amenazante rostro de Medusa.
            Tal poder contagioso ni por asomo frecuenta el cálamo de los imitadores. Éstos, sin el ventarrón de lirismo del maestro genial, sin su inconmensurable capacidad de dar cabida a la emoción en el sillar del verso, procuran inútilmente reproducir el gesto atormentado de aquél, saldándose dicho empeño, como era previsible, con el alumbramiento de una criatura verbal descosida y refractaria a todo acercamiento inteligente, cuyos gratuitos primores oníricos, en caso de existir, no alcanzan a ocultar la total vacuidad y carácter estrafalario de la inspiración que los gestara.
            Señalaba Antonio Machado en ese prodigio de lúcida ironía que lleva por nombre ‘Juan de Mairena’, lo siguiente: “no es la lógica lo que en el poema canta, sino la vida; aunque no es la vida la que estructura el poema, sino la lógica.”. Y se me ocurre, prolongando el pensamiento del apócrifo personaje machadiano, que cuanto menos acuda el poeta a los artilugios de la lógica, más obligada está su palabra a cantar. Es exactamente lo que Neruda, con su volcánico numen, no deja de hacer ni por un instante en RESIDENCIA EN LA TIERRA; es también el desafío ante el que las huestes de los entusiastas epígonos zozobra de manera inevitable.
            He aquí sin embargo, que Neruda, para ser fiel a si mismo debe cambiar. El giro poético inducido por los acontecimientos trastornadores y dramáticos de la Guerra Civil Española  ya atestigua una opción popular y decididamente combativa en la TERCERA RESIDENCIA:
            “(...) Juro que de tu boca de sed saldrán al aire / los pétalos del pan, la derramada / espiga inaugurada. Malditos sean, / malditos los que con hacha y serpiente / llegaron a tu arena terrenal, malditos los / que esperaron este día para abrir la puerta / de la mansión al moro y al bandido: / Qué habéis logrado? Traed, traed la lámpara, / ved el suelo empapado, ved el huesito negro / comido por las llamas, la vestidura / de España fusilada.”
            Pero en el CANTO GENERAL es donde el aedo con voz de greda limpia y corazón de esparto se levanta a la más alta cima de lirismo, al narrarnos en páginas fervorosas la zaga del continente americano. Acaso la poesía en lengua castellana, en sus más afortunados momentos, llega a igualarse por lo que toca a la nobleza del decir con la monumental recreación histórico-poética del aludido CANTO... pero no lo supera. Y en lo que atañe a la impetuosidad del verso, dramatismo de la concepción y salvaje resplandor de la imágenes, tengo copia de razones para pensar que hasta la publicación en 1950 de la obra que nos ocupa, no se había escuchado en los bien poblados parajes de la literatura iberoamericana un acento poético ni remotamente parecido.
            En muchas composiciones y fragmentos del CANTO GENERAL diera la impresión que la naturaleza americana, blandiendo de repente el taladro de la palabra, nos confiara sus más guardados e inviolables secretos y, desnuda de rubores, a guisa de aplastante recriminación, ostentara sobre su cuerpo espléndido, como quien agita una bandera, las llagas espectrales del infortunio y de la infamia. El poeta se lanza audazmente al rescate de nuestra oculta identidad que, hasta ese instante, despreciada y rota, hubo de enmudecer en los socavones hundidos del pasado. Y prestando su voz de huracanado aliento al cristal, a la madera, al barro, al río, a la montaña, al aire, de pronto de las hoscas cenizas pisoteadas, de las huecas congojas, de la miseria acumulada por los siglos, va renaciendo América, sagrado suelo, matriz fecunda y casta que por fin recupera sobre el filo del canto su preterida dignidad.
            El bardo interroga; y cada una de sus preguntas escuece, veredicto inapelable que, por vez primera hace justicia a la ofendida carne y a la lágrima:
            “(...) Oh, Wilkamayu de sonoros hilos, / cuando rompes tus truenos lineales / en blanca espuma, como herida nieve, / cuando tu vendaval acantilado / canta y castiga despertando al cielo, / qué idioma traes a la oreja apenas / desarraigado de tu espuma andina? // Quién apresó el relámpago del frío / y lo dejó en la altura condenado, / repartido en sus lágrimas glaciales, / sacudido en sus rápidas espaldas, / golpeando sus estambres aguerridos, / conducido en su cama de guerrero, / sobresaltado en su final de roca? // Qué dicen tus destellos acosados? / Tu secreto relámpago rebelde / antes viajó poblado de palabras? / Quién va rompiendo sílabas heladas, / idiomas negros, estandartes de oro, / bocas profundas, gritos sometidos, / en tus delgadas aguas arteriales? // Quién va cortando párpados florales / que vienen a mirar desde la tierra? / Quién precipita los racimos muertos / que bajan en tus manos de cascada / a desgranar su noche desgranada / en el carbón de la geología? // Quien despeña la rama de los vínculos? / Quién otra vez sepulta los adioses?”
            La llamada  ‘poesía comprometida’, en su esfuerzo porque la denuncia de cuño ideológico aflore con inequívoca claridad en el escrito, frecuentemente no logra impedir que la composición se desbarranque por el pronunciado declive de la burda consigna y el prosaísmo de la peor estofa. Esto que acabo de aseverar, de puro irrecusable roza el lugar común, por lo que no juzgo procedente nos tomemos la molestia de comprobarlo. Forman legión los líricos-a veces inspirados- que llegada la hora del reclamo y la protesta no aciertan a evitar que el quid divinum les dé las espaldas y deje al canto huérfano de luz. Ni siquiera Pablo Neruda, en el extenso poemario que motiva estas cavilaciones, ha sido capaz de esquivar una que otra vez –fuerza es admitirlo- semejante peligro, flaqueza que los resentidos Zoilos que por doquier pululan han estigmatizado con reiterada y aviesa complacencia.
            Empero, lo que acaso no ha sido subrayado con la insistencia que el punto amerita, es que el propósito de redención social, la requisitoria contra el oprobio del mandamás de turno y la indignación vindicativa frente al atropello y la arbitrariedad, raramente han alcanzado tan empinada cota de pureza expresiva y hermosura feroz, como a la que asciende el encendido estro de Neruda en memorables y no escasas estrofas del CANTO GENERAL.
            Entonces la frase enardecida flamea como insignia vengadora, y el estuoso vituperio, y el lamento ronco por todos los caídos se convierten en fúnebre pero deslumbrante flor de ásperos aromas:
            “A través del confuso esplendor, / a través de la noche de piedra, déjame hundir la mano / y deja que en mí palpite, como un ave mil veces prisionera,  / el viejo corazón del olvidado! / Déjame hoy olvidar esta dicha, que es más ancha que el mar, / porque el hombre es más ancho que el mar y que sus islas, / y hay que caer en él como en un pozo para salir del fondo / con un ramo de agua secreta y de verdades sumergidas. / Déjame olvidar, ancha piedra, la proporción poderosa, / la trascendente medida, las piedras del panal, / y de la escuadra déjame hoy resbalar / la mano sobre la hipotenusa de áspera sangre y cilicio. / Cuando, como una herradura de élitros rojos, el cóndor furibundo / me golpea las sienes en el orden del vuelo / y el huracán de plumas carniceras barre el polvo sombrío / de las escalinatas diagonales, no veo a la bestia veloz, / no veo el ciego ciclo de sus garras, / veo el antiguo ser, servidor, el dormido / en los campos, veo un cuerpo, mil cuerpos, un hombre mil mujeres, / bajo la racha negra, negros de lluvia y noche, / con la piedra pesada de la estatua: / Juan Cortapiedra, hijo de Wiracocha, / Juan Comefrío, hijo de estrella verde, / Juan Piesdescalzos, nieto de la turquesa, / sube a nacer conmigo, hermano.”
            Basta. Como acotáramos al dar inicio a estas descosidas reflexiones, la poesía de Neruda se yergue ante nuestros ojos asombrados a la manera de colosal cadena montañosa cuyos picachos arrogantes desaparecen en la húmeda heredad de los nimbos celosos.
            Fatuo sería aspirar a que nuestra excursión a vuelo de pájaro por algunas de las vertientes de la magna producción lírica  nerudiana, enriquezca el acervo crítico con una interpretación definitiva o nueva de la poesía del insigne escritor chileno, o contribuya merced a enfoques analíticos inéditos a que el lector amante de la buena poesía aprecie mejor o comprenda más en profundidad determinadas facetas de su estilo. Lejos de tan descabellado empeño, no tienen estas glosas otro mérito que rendir un fervoroso tributo de admiración al incomparable poeta que nos ha obsequiado, posiblemente con mayor abundancia que cualquier otro de los que hablan el idioma de Juan de la Cruz, páginas deslumbrantes que serán, mientras haya hombres capaces de sucumbir al embeleso de la literatura, fuente inagotable de alegría y causa de indescriptible y recurrente perplejidad.
            No quisiera, sin embargo, dar remate a estos amagos especulativos en torno a la creación poética de Neruda sin destacar que, cualquiera que sea el título que estemos considerando o el tema que sirve de apoyo al numen del autor, tres marcas va a traslucir inexorablemente su poesía que delatarán, incluso para el ojo distraído, el musculoso temple anímico del escritor. Las notas distintivas a que nos referimos son: predominio de la emoción y de la fantasía, vitalidad sensual y, last but not least, exuberancia expresiva.
            La primera de las características mencionadas hace de Neruda un poeta de incoercible vocación romántica que, por decirlo así, desde su propio yo inventa el mundo; especie de demiurgo que, al poner nombre a las cosas, nos las hace ver como él las mira, con aspecto que jamás hubiéramos imaginado que tuvieran. De ahí el estupor que la lectura de esa poesía provoca. La fantasía de Neruda es como una poción embrujada que nos embriaga y nos conmina a contemplar desde la perspectiva de un milagro incesante los objetos y seres que creíamos de siempre conocer.
            El segundo rasgo apunta al hecho incontrovertible de que Neruda es poeta cuya caudalosa energía se vuelca hacia lo concreto, hacia las latitudes de la sensualidad. Tiene su palabra la virtud de tornar tangibles las nociones más abstractas. Es un poeta material, terráqueo. La efervescencia de imágenes de física solidez que revela su escritura es uno de los habituales recursos de que se vale para convertir el sutil espacio de la enunciación en universo que tiene peso, color y sustancia; universo que crepita porque está poblado de una muchedumbre de sonoras entidades que –no nos engañemos- antes que palabras o símbolos son criaturas que respiran, palpitan, susurran, braman, acarician y muerden.
            Va de suyo que la postrer nota distintiva del plectro nerudiano, esto es, su abundancia elocutiva, se nos antoja resultado y compendio de todo lo anterior. Neruda es dueño de un lenguaje opulento que prolifera y se enracima como frondosa jungla. Acumula el poeta imágenes, contrapone vocablos, encadena epítetos, derrocha verbos y hasta al silencio pone a hablar con voz pródiga y gesto suntuoso. Magnífica exuberancia, fecundidad rebelde de un estilo torrencial cuya corriente devastadora ningún dique es capaz de contener.
            |Todo cabe en la avalancha lírica de Neruda; todo, salvo el ademán contenido de introspectiva estampa; todo, salvo el tremor de intelectual prosapia o la cadencia de urdimbre metafísica.
            En el estrellado cielo de la poesía universal, Pablo Neruda refulge cual astro de primera magnitud... Sirvan estos devotos apuntes para proclamar una vez más la portentosa estatura del inimitable bardo chileno; sirvan –si acaso abortan en los demás propósitos- para dar fe de mi apego irrestricto y reverente al creador fecundo que nos hizo descubrir en ardorosos versos un vasto continente de belleza al que ya no sabríamos ni por un instante renunciar.

Paul Valery: Apuntes en torno al ensayista y al crítico literario



Heme aquí enfrentado a una tarea poco menos que desesperada. ¿Cómo, en efecto, bosquejar a vuela pluma un perfil – por exacto que éste sea – del crítico y teórico literario Paúl Valery, que no  propicie la impresión de cosa fragmentaria, descosida e incompleta? ¿Cómo integrar en un cuerpo de ideas que no adolezca de incoherencia y arbitrariedad, tantos definitivos señalamientos, tanta inexorable erudición, tal cúmulo, en fin, de indagaciones y sugestiones seductoras que sin pausa nos asaltan y rinden nuestras defensas cuando al azar dejamos que la mirada peregrine por cualquiera de las ubérrimas páginas del maestro galo de la prosa? ¿Cómo, en suma, no pecar de caprichoso si al cumplir con la cortesía de la brevedad – tributo al que se obliga el glosador piadoso – me veo forzado a omitir innumerables aspectos, todos ellos de bulto, ninguno insustancial, del tema con el que he decidido, imprudentemente, reclamar la benévola atención del lector?

Ante desafío de tan ingrato cariz, sólo atino a responder, a falta de tácticas menos inocentes, con las del entusiasmo y el amor... Renuncio, pues, de partida a la vana de pretensión de lucir sistemático, a la ambición de parecer exhaustivo y equilibrado y hasta a la misma elemental exigencia de someter a un orden o régimen el espontáneo fluir de mis cavilaciones. ¿Quién pone grilletes al viento o yugo a las aguas del mar? Ya que el razonador meticuloso frente a lo erizado de la faena que tiene por delante escoge callar, que hable entonces el corazón embelesado...

Así las cosas, las ideas y apreciaciones que a continuación dejaré resbalar sobre la cuartilla, antes que fruto de sopesada ponderación y sostenida exégesis, vástago serán de los fervores de la pasión y de los arrobos del asombro. Porque, por más que lo intente, no puedo hablar de Valery de otra manera.

Un libro, cualquier libro, adquiere valor en la medida en que nos arrastra a formular preguntas atrevidas e insólitas, en que nos incita a plantear problemas que de otro modo difícilmente hubiéramos logrado apercibir, en que nos insta a sumergirnos en aguas profundísimas, enigmáticas, incluso peligrosas, aguas bajo las que reposan olvidados tesoros que la ilusión codicia y la razón presiente.

A esta especie singular de libros excitantes que convierten al autor en audaz explorador de los misterios del intelecto, pertenecen los volúmenes que sobre asuntos literarios y filosóficos consintiera Paúl Valery en dar a la estampa... Abramos al azar uno de ellos: no hay título, no hay página, ¡qué digo!, no hay párrafo en donde no nos atropelle la alucinante observación, la sagaz inferencia, la inquisición provocadora, el irremplazable testimonio que hinca raíces en los hundidos estratos de la vivencia espiritual. Y al paso que avanzamos en la lectura, sentimos que nuestra mente se despierta y tonifica procreando generosa prole de pensamientos exultantes; que se afina nuestra visión hasta el punto de tornarse sensible a delicados matices que poco antes se perdían confundidos en el grosero anonimato de una plana y uniforme coloración; reparamos que nuestras facultades intelectuales, espoleadas por el movimiento mágico de la frase, por el cautivante gesto reflexivo (en los que estamos tentados a advertir algo así como la respiración del raciocinio o el palpitar del discernimiento) se reaniman y, desechando la pusilanimidad en que la rutina y las convenciones por lo común las arrinconan, reclaman briosamente sus derechos y piden ser alimentadas con nada menos que los nutritivos manjares del Espíritu. En resumidas cuentas, si consentimos en acompañar a Valery por el hechizado territorio de sus divagaciones – y el que toma a Valery en sus manos ya no lo puede soltar -, pronto descubriremos que, víctimas de algún duende travieso o de ese “demonio” que Sócrates tantas veces invoca, de pasivos receptores de conocimientos nos hemos transformado en agentes, en sujetos, en conscientes y responsables protagonistas de nuestros propios teoréticos afanes; que ya no somos simples lectores satisfechos sino – extraordinaria metamorfosis – insaciables indagadores de la verdad evasiva y eterna.

Pareja potenciación de nuestras virtudes intelectivas es el más inconfundible indicio de que nos hallamos ante una obra y un autor de subidos quilates... Textos hay que deleitan, otros estremecen, no escasos invitan a soñar. Pero una cosa es que un libro nos interese o aun nos reconforte o regocije, y otra muy distinta que, cual taumaturgo, produzca en nuestro fuero íntimo esa extraña transmutación que propicia los deslumbramientos, que nos hace ambicionar la plenitud del entendimiento, aspirar a la perfección de la forma, adentrarnos en los parajes enigmáticos del ser... Esto último sólo a las creaciones de mayor vuelo está reservado. Y tal es el linaje de los ensayos que a propósito de literatura y otros tópicos afines, Valery nos legara. Paúl Valery tiene la virtud de hacernos reflexionar con asiduidad y perspicacia de las que nunca nos sospechábamos capaces, sobre intrincados temas y sutiles asuntos; tiene el don de limpiar nuestras retinas hasta el extremo de que, incluso cuando aborda las más enmarañadas cuestiones, nos provee del hilo de Ariadna con cuyo auxilio habremos de escapar hacia los refrescantes horizontes de las certezas que la razón insobornable anhela y la sensibilidad profética proclama. Tiene el poder, en fin, este hijo de las claridades mediterráneas, este afortunado cultivador de todas las gracias y rigores de ática raigambre, de que lo difícil nos parezca fácil, natural y espontáneo lo que es fruto de espinosa labor y enconado esfuerzo, obvio lo recóndito, nítido y perfectamente recortado lo que era materia compuesta, confusa, ambivalente y amorfa.                                                        

Merced a las cualidades que acabo de mencionar y que, por supuesto, lejos están de agotar el mérito literario del eximio escritor francés, es menester colocar su producción ensayística junto a las más altas manifestaciones creadoras del pensamiento occidental... Los ensayos de Paúl Valery no son apasionantes, no son perturbadores, no son ni siquiera magníficos: son únicos. Leerlos es penetrar en un bosque encantado. Es introducirnos en un universo reflexivo de transparentes cristales en el que cualquier cosa puede suceder. Es abocarnos a una maravillosa aventura intelectual cuyas inesperadas peripecias especulativas nos mantendrán en vilo de sorpresa en estupefacción, de estupefacción en éxtasis.

Porque no se trata simplemente de lo que dice Valery sino de cómo lo dice... y heme aquí rozando, sin proponérmelo, uno de sus temas dilectos: la fusión indisoluble entre el pensamiento y la palabra, entre la forma lingüística y las ideas que a esta forma se acogen. Al respecto, conviene de entrada señalar que Paúl Valery presenta la singularidad harto infrecuente de ser él mismo, en su quehacer intelectual, en su práctica de escritor, el más fehaciente paradigma de sus medulares postulados teóricos. Lo que sostiene en materia de doctrina literaria y artística, en sus escritos él es el primero en realizarlo. Así nos topamos con que su obra (tanto la poesía como la prosa) ilustra a la perfección sus preceptos, atisbos y convicciones. En este pensador nacido en Sete, en las soleadas riberas francesas de la latinidad mediterránea, menos que en ningún otro podremos nosotros disociar la expresión de lo expresado, el concepto del molde verbal y expositivo al que éste se ajusta sin que tamaña ruptura comprometa gravemente la inteligibilidad del enunciado o le hurte a las ideas muchos de los sutiles valores significativos que nos las hacen apetecibles.

Refiriéndose a la poesía mística,  el clarividente autor asienta: “La comprensión es sin duda necesaria: está muy lejos de ser suficiente”, y en modo alguno desvirtuaremos el sentido de sus palabras al hacerlas extensivas a cualquier texto cuyo objeto sea la Belleza. Quiero decir, que para Valery el verdadero artista (y el escritor es el artista del lenguaje aun cuando maneje nociones abstractas) no puede ni debe prescindir de la sensibilidad ni siquiera a la hora del razonamiento preciso y el riguroso análisis. Porque la comprensión (lo que se llama ‘comprensión’ en los parajes de la forma desnuda y de los superiores goces que esta proporciona) reclama los servicios no sólo de la mente sino, también, de la sensibilidad. Oponer la sensibilidad a la inteligencia es un error de a folio. Ambas deben colaborar en el movimiento mismo del acto reflexivo. Porque “existe una sensibilidad de las cosas intelectuales: el pensamiento puro tiene su poesía. Puede incluso preguntarse si la especulación prescinde de cierto lirismo, que le da el encanto y la energía necesarios para seducir el espíritu y meterlo en ella”.

“El pensamiento puro tiene su poesía”, por cierto que sí. No es otra la razón de que a más de dos mil años de distancia el inmortal discípulo de Sócrates siga deslumbrando con sus diálogos la conciencia de Occidente. En el dominio de los valores del espíritu, que es el dominio de la especulación filosófica, la grandeza de un pensamiento, su fecundidad, dependen no sólo de la exactitud o justeza de la observación sino, en medida no menos considerable, de la acuidad del enfoque, de la enriquecedora perspectiva vivencial de la que brota la idea, punto de vista que ilumina el significado y que en el ademán de exposición, en la nobleza elocutiva y adusta dignidad de la frase se nos impone.

A su vez, la contraprueba y confirmación de este lirismo de la mente razonadora, es la lucidez de irrenunciable estirpe metafísica que debe presidir la ardua tarea del poeta. Si detrás de cada egregio pensador hay un poeta, cabe el eminente poeta ha de manifestarse un pensador. Porque, insiste Valery, “todo verdadero poeta es necesariamente un crítico de primer orden”.

Si la receta se la aplicamos a su autor, no tardaremos en comprobar que funciona a las mil maravillas: no es posible – por más que nos asalte la tentación de introducir variantes – decir con mayor sencillez, justeza y decoro expresivo lo que a propósito del tema que ocupe su atención, nos dejara dicho Valery. Ya podemos insinuar una tímida mudanza de vocablos, una sustitución de adjetivos, ora aventurar una inversión, ora suprimir una fórmula adverbial, al final nos daremos de bruces con la evidencia de que la manera original del ensayista es la única que satisface a plenitud las expectativas de la razón y las razones de la sensibilidad. El poeta – magno poeta – que tras el penetrante intelectual se oculta, y dicta a éste si no las nociones sí el arrebato de la lucidez y la genial demencia de trazar en la geometría del pensamiento los nítidos contornos del enigma, ese poeta nos niega el derecho de alterar la forma lingüística empleada; porque esa forma no es un añadido, no está de más, no constituye un simple exorno cuyo fin sería meramente cosmético, sino que, por el contrario, contribuye a poner de relieve, como sólo ella puede hacerlo, el alma de la inteligencia, la vida de las ideas, el sentido humano profundo y permanente del prodigioso proceso simbólico de significación en cuyas perplejidades nos sumergen, por poco que nos detengamos a considerarlas, las palabras.

Las palabras son criaturas delicadas y muy susceptibles. Nos entendemos cuando hablamos porque las empleamos sin prestar a ellas demasiada atención. Por decirlo de un modo metafórico (la metáfora nos saca de apuros a cada instante), corremos sobre el precario puente de las palabras atentos, o, mejor, hipnotizados por los significados, por los objetos, sucesos y fenómenos a los que éstas hacen referencia. Y así, más o menos, logramos comunicar lo que encierra el cofre sellado del espíritu. Del mismo modo, un ciclista logra mantener el equilibrio sobre sus inverosímiles dos ruedas y desplazarse con garbo de uno a otro sitio merced al movimiento, a que en ningún instante detiene la marcha de su máquina, y si lo hace ha de buscar apoyo en los pies so pena de bambolearse y caer con riesgo de maltratar su frágil anatomía.

Con las palabras, esos instrumentos serviciales, útiles, irremplazables, ocurre lo que al ciclista. Que no se nos antoje detenernos en ellas si no queremos comprobar – oigamos ahora a Valery – “como el discurso más claro se descompone en enigmas, en ilusiones más o menos sabias”... De tales enigmas e ilusiones se entreteje el discurrir metafísico tanto como la melodiosa arquitectura del poeta. Detenerse en la palabra es penetrar en el mundo de la extrañeza, en el universo del asombro. Y esa, no otra, es la vocación del escritor, del lírico y del filósofo.

Ahora bien, de lo que llevo dicho no demos en pensar que Paul Valery es un estilista. En él es menester destacar todo lo opuesto: una cuidadosa y meditada ausencia de estilo. Ruego se me disculpe la paradoja. Nada más ajeno a mi intención que sorprender con fáciles añagazas lingüísticas. Me explico: por estilista entiendo dos cosas: o bien el autor que escribe con estilo, o sea, que peina y viste de gala la expresión en su afán por distanciarse del uso coloquial, e incurre entonces en amaneramientos y afectaciones que nos pueden desplacer o agradar, pero que bajo ningún concepto nos conceden libertad para hacer caso omiso de su presencia; o bien el autor que es él mismo un estilo, y que, por consiguiente, cuando escribe retrata su propio rostro, que en cada gesto verbal deja la impronta de su humana, a veces demasiado humana, fisonomía emocional. En este caso, el escrito nos satisfará en la medida en que nos atraiga la personalidad de su creador.

Pues bien, ninguna de las dos acepciones del término estilo que acabo de proponer conviene – si no me equivoco – a la prosa límpida y despojada de Paul Valery. ¿Significa esto que el pensador galo carece de estilo? En modo alguno si por carencia de estilo queremos estigmatizar una supuesta deficiencia expresiva o desaseo verbal. Nada menos aceptable – y, por lo demás, reñido con la nuda evidencia de los hechos – que endilgar el sambenito de desaliño a los textos del autor que nos ocupa.

Para aclarar la cuestión retorno a lo que aseverara pocas líneas atrás: en la escritura de Paul Valery lo que sorprende es una cuidadosa y meditada ausencia de estilo. Es decir, no falta de pulitura verbal, no desatención o despreocupación por los aspectos formales del decir sino, lejos de ello, una firme, incoercible, sistemática voluntad de expresión dirigida (he aquí su más curiosa peculiaridad) a borrar del texto cualquier adherencia de superfluos adornos o cualquier parasitaria afloración en el cristalino fluir de las palabras de los rasgos idiosincráticos del que empuña la pluma.

El estilo de Paúl Valery es, en suma, el más sustancioso fruto de una búsqueda tenaz y desusada de esencialidad en el universo de la inteligencia y la belleza. Por ese motivo suprime sin compasión de la página el menor asomo de preciosismo colorista y de exquisiteces vistosas pero accidentales, como también desaloja de ella con la misma insobornable testarudez toda espuria huella de emoción individual que pueda distraer de lo único que cuenta: la inmaculada irradiación del pensamiento... La pureza expresiva jamás había hallado más apasionado cultor.

Empero, erraríamos el blanco si damos en creer que semejante ascetismo en la esfera literaria es aleatorio producto de una manía de escritor. No. Sin negar que la sensibilidad del ensayista francés lo predispusiera a esas pulcritudes discursivas, lo cierto es que su estilo se nos impone como el más acabado paradigma de su intransigente doctrina de la perfección... Y resulta imposible, por abocetado que sea nuestro intento de presentar los valores que encarecen la obra portentosa del maestro de Nate, no referirnos, aunque sea de pasada, a la que fuera una de las preocupaciones axiales en la teoría estética de Paúl Valery: su concepto de la perfección.

Para empezar, según nuestro autor – y no veo como estar en desacuerdo con su tesis – la perfección es un ideal que implica madurez, o sea, autocontrol, capacidad de oponer una maciza barrera de lucidez a las aguas arremolinadas de la pasión. Por ello, la perfección raramente se alcanza en las etapas juveniles. Es un primor clásico, lo que significa que no se manifiesta en la alborada de una época o de una individualidad, sino en las horas crepusculares de los pueblos y de los creadores. Escuchemos a Valery: “La esencia del clasicismo es venir después. El orden supone cierto desorden que viene a relucir. La composición, que es artificio sucede a algún caos primitivo de intuiciones y desarrollos naturales”.

Además, la perfección abomina de toda espontaneidad e inocencia. Es hija de un esfuerzo consciente, prolongado, en el que la vigilia de la mente desempeña protagónico papel usufructuando y disponiendo a su entero albedrío de la cosecha del azar. Así, nos asegura el ensayista que “La pureza es el resultado de infinitas operaciones sobre el lenguaje, y el cuidado de la forma no es otra cosa que la reorganización meditada de los medios de expresión”. Punto en el que insiste señalando: “La adolescencia de las novedades es presuntuosa. La prudencia, el cálculo y, en suma, la perfección, sólo aparecen en el momento de la economía de las fuerzas”.

Ahora bien, esa lucidez reflexiva, esa agotadora y larga batalla con y contra las palabras, ese altivo rechazo de toda efusión espontánea y de toda impremeditación, ¿qué objetivo persiguen?... Hacer que el texto viva de sí mismo nutriéndose de su propia sangre; generar un espacio lingüístico privilegiado que, a resguardo de las acechanzas de la burda realidad cotidiana, permita el desarrollo de una armoniosa y equilibrada arquitectura de voces y sentidos de superior abolengo intelectual; alumbrar una región del espíritu en la que las palabras (esas plebeyas herramientas comunicativas siempre salpicadas con el estiércol del práctico trajín) puedan obrar con la misma donosura, autonomía y eficacia de los triángulos, círculos y otras figuras con las que el geómetra soluciona, en el ámbito impoluto y hermético de la pura abstracción, sus complejos problemas, gestar un universo más hermoso, definitivo y acabado disolviendo la grosera personalidad individual en el océano del Ser, con el auxilio de la inteligencia y de una poderosa sensibilidad por la mente filtrada.

En resumidas cuentas, a la obra, sólo a la obra – que es artificiosa criatura de lenguaje – toca hablar. El autor con sus amores y odios, prejuicios y virtudes, no debe subir al escenario de las palabras y, mucho menos, cometer la impudicia de desnudar su intimidad ante la galería. El escritor, como Dios, aunque en todas partes manifiesto, debe ser invisible; ha de hacer mutis por el foro dejando a su creación el cuidado de impactar mediante las sabias armonías y los calculados equilibrios de su propio orden ideal.

La perfección consiste, pues, en dirigir hacia el más alto plano de la aprehensión intelectual y de la sensibilidad nuestras potencias anímicas, en virtud de una paciente, ardorosa y meditada construcción del espíritu cuyos efectos tonificantes – producto de la clarividente nobleza de la criatura así engendrada – nos elevan a la enigmática comarca de la Idea.

Semejante aspiración emparienta la actividad del artista de la pluma con la experiencia mística. Nadie ignora que la suprema unión con Dios exige el sacrificio de nuestro “ego”. Ese mismo sacrificio, en aras, esta vez, de la Belleza y la Sabiduría es el que solicita Valery del escritor. Una vez más, prestemos atención a sus palabras: “El genio más puro no se revela nunca sino a la reflexión; no proyecta sobre su obra la sombra, laboriosa y excesiva de alguien. Lo que llamo perfección elimina la persona del autor; y por ello no deja de despertar cierta resonancia mística, como lo hace toda búsqueda cuyo término se sitúa deliberadamente al infinito”.

La alcurnia espiritual de Valery, su deslumbrada persecución de la pureza, le hacen aborrecer todo extravío, manía u omisión que impidan a la obra prohijar en nosotros ese embrujo, ese incontaminado deleite que sólo el soplo de la perfección propicia. De ahí que en términos no por decorosos menos híspidos, nos confiese que “la obra romántica, en general, difícilmente soporte una lectura lenta y erizada con las resistencias de un lector exigente y refinado”. No es otra la razón de que en otro texto el ensayista francés nos aleccione sosteniendo que “Aquello que creo poder cambiar con poco esfuerzo en una obra, es el enemigo de mi placer, es decir, enemigo de la obra. (...) Me irrita que las bellezas sean accidentales y encontrar delante de mí lo contrario de una obra”.

Parejas reflexiones dignas son de pormenorizado escolio... Pues lo que reputa vicio Valery en la obra de los románticos decimonónicos, hoy, llevado a la exacerbación y la truculencia, sienta la pauta por la que se rigen los escritores y artistas contemporáneos; el facilismo, el culto a la espontaneidad, el descuido de los valores formales, la admiración por lo horrendo y lo vil, el uso indiscriminado de recursos sensacionalistas, la confusión de géneros, estilos, materiales y maneras, la precariedad compositiva, la dignificación de lo efímero, la incoherencia por sistema, la importancia concedida al detalle y el accidente en desmedro del conjunto, la búsqueda de una novedad forzosamente pasajera, la vanidad narcisista de perseguir lo propio y único así sea al precio de inmolar a dicho ídolo la sensatez, la decencia y la hondura, constituyen en esta época que hemos dado en apodar “post-moderna”, el pan nuestro de cada día en el reino de la creación literaria...

“Libertad creadora”, he aquí el estandarte estético de la contemporaneidad. Se supone ingenuamente que cuanto más se libera el escritor de modelos, convenciones  y normas, más posibilidades tiene de plasmar, de manera artísticamente válida, su temple anímico y su imaginación. Craso error. La restricción es tremendamente fecunda, al extremo de que el verdadero artista no sólo no la evita sino que voluntariamente se la impone; y si no existiera, la creara... Sobre este tópico también ha expresado Valery conceptos cuya verdad luce inexpugnable. Veamos: “La restricción es inventiva al menos tantas veces como puede serlo la superabundancia de libertades”. A lo que añade, abundando en otro texto sobre el mismo tema: “Métodos, poéticas bien definidas, cánones y proporciones, reglas de la armonía, preceptos de composición, formas fijas, no son (como se cree comúnmente) fórmulas de creación restringida. Su objeto profundo es instar al hombre completo y organizado, al ser hecho para actuar y que perfecciona, en cambio, su acción misma, a imponerse en la producción de las obras del espíritu”.

Retengamos esta última frase: “imponerse en la producción de las obras del espíritu”, tal es la finalidad a la que han servido siempre los cánones y las limitaciones retóricas, porque (como lo han sabido todos los artistas geniales) la expresión se vigoriza y nutre y define en la lucha contra las resistencias que opone la norma a la desatada, antojadiza e incierta efusión del torrente espiritual.

Más, gustemos o no, no es el que vivimos tiempo en que semejantes postulados de ecuanimidad corran con la fortuna de encontrar prosélitos. Y esto no dejó de percibirlo, con su mirada zahorí, el eximio pensador francés. No podía, en efecto, escapar a su perspicacia los insólitos trastornos en la manera de sentir, pensar y reaccionar ocasionados por el desarrollo vertiginoso de la ciencia y sus aplicaciones tecnológicas, en todos los niveles y dimensiones de la vida. En tan temprana fecha como las décadas de los veinte y los treinta, Paul Valery hace el trágico recuento de los males que estamos hoy sufriendo en carne propia. De este balance crítico traeré apenas a colación dos aspectos que por estar preñados de funestas consecuencias para el quehacer del literato, no me resigno a olvidar en el tintero: para empezar, el embotamiento de la inteligencia y la sensibilidad del hombre moderno; y, en segundo lugar, la manía de medirlo todo y de sólo valorar lo que es susceptible de mensura.

Prestemos oídos a lo que, al respecto, Valery nos tiene que decir: “La vida moderna tiende a ahorrarnos el esfuerzo intelectual, como lo hace con el esfuerzo físico. Reemplaza, por ejemplo, la imaginación por las imágenes, el razonamiento por los símbolos y las escrituras por la mecánica; y a menudo por nada. Nos ofrece todas las facilidades, todos los medios cortos para llegar a la meta sin haber recorrido el camino. Y esto es excelente; pero esto es bastante peligroso. Esto se combina a otras causas que no voy a enumerar para producir - ¿cómo diría yo? – una cierta disminución general de los valores y de los esfuerzos en el orden del espíritu”.

Y ese resbalar a lo obtuso en la esfera del intelecto y la sensibilidad ¿con qué amenaza la existencia de la obra de arte? Valery no vacila en responder a esa pregunta: “por lo que hace a los espíritus, se ve que ya están solicitados y seducidos por tantos prestigios inmediatos, por tantos excitantes directos que les dan sin esfuerzo las sensaciones más intensas y les representan la vida misma y la naturaleza en toda su presencia, que, podemos dudar si nuestros nietos encontrarán el más leve sabor a las gracias antañonas de nuestros más extraordinarios poetas y de toda poesía en general”.

Asertos y vaticinios que si en su momento tal vez parecieron demasiado atrevidos, hemos de convenir que ahora, cuando reinan la imagen, el video, el cine, la televisión, el internert  no se prestan a discusión ya que se limitan a radiografiar, con precisión inigualable, la era en que nos ha tocado vivir...

Era en la que también (y pasamos al segundo punto del diagnóstico valeriano de la modernidad) predomina la “cuantificación de la vida”. Según nuestro autor – discúlpeseme que nuevamente me vea obligado a citarlo - : “La idea de la superioridad absoluta de la dimensión cuantitativa, idea cuya puerilidad y grosería son evidentes – así lo espero -, es una de las más características de la especie humana moderna”. Si observamos con detenimiento lo que nos rodea (continúa exponiendo el preclaro analista) nos vamos a percatar de que “Este mundo está penetrado de aplicaciones de la medida. Nuestra vida se ordena cada vez más según determinaciones numéricas, y todo lo que escapa a la representación por los números, todo conocimiento no mensurable cae bajo un juicio de depreciación. El nombre de “ciencia” se rehúsa cada vez más a todo saber intraducible en números”.

Lo vago, los valores que no se dejen calibrar, lo indemostrable, en fin, cuanto ha brindado tradicionalmente materia a la creación artística y tema a la especulación filosófica es declarado inexistente. Como no hay manera de apresar tan elusivas entidades axiológicas en las mallas del número ni en el esquematismo del diagrama ni en los procedimientos de la estadística, no queda más remedio que negar su presencia o prescribir a priori su ínfima importancia.

Este prejuicio cientificista, tan difundido en los días que corren, auspicia la degradación de todo lo que no admita ser pesado y medido, acarreando funestas consecuencias para la recta comprensión de la importancia de las disciplinas humanísticas y, en particular, del arte y la literatura.

Obnubilados por el prestigio siempre en ascenso de la ciencia, nuestros teóricos de las artes se han apresurado a adoptar las poses y maneras del físico o del matemático en el examen de cuestiones que por su misma naturaleza rehuyen entregar sus ocultos tesoros a quienes así las cortejan. Y digo poses y maneras porque, en la práctica, dichos estudiosos de los misterios de la belleza, cuando someten el texto literario al escalpelo de su crítica, se contentan con imitar en su gesto más exterior, en sus más superficiales apariencias, el método, el rigor y la cautela propios de las ciencias naturales... Con admirable cuanto inútil porfía estos químicos de la literatura inclínanse sobre la página como lo hace el biólogo que, bajo su poderoso microscopio, observa la estructura de un tejido celular. Y, por supuesto, los resultados de semejante exégesis suelen ser decepcionantes: al final, después de mucho ruido y terribles estremecimientos, la montaña pare un ratón.

Pues sucede que, por lo general, las personas que así pretenden adentrarse en el territorio de los valores estéticos, dan testimonio de una lamentable carencia de sensibilidad que los inhabilita para percibir las entrañables y sutiles fragancias en las que todo texto que merezca el calificativo de literario condensa sus primores. Y semejante astigmatismo espiritual, los promotores de la crítica científica nos lo intenta vender como legítimo conocimiento y concienzudo análisis; cuando salta a la vista que tal indagación no acredita a sus acólitos con otro título que el de la habilidad mayor o menor de que dan muestra con el fin de eludir el verdadero asunto: desvelar la naturaleza de la expresión artística en lo que esta tiene de única y particular, y señalar los medios empleados por el autor para conjurarla.

Los aspectos materiales de la escritura, aquellas partes del discurso que admiten clasificación y registro nada esencial pueden revelarnos acerca del problema fundamental de toda crítica digna de ese nombre, el cual se reduce a esclarecer por qué, cómo y en qué medida determinada criatura verbal nos arroba, en tanto que otra no menos sabiamente concebida, nos deja indiferentes.

Cavilando en torno al asunto que nos entretiene, Paúl Valery, en sentencia impecable, resumió lo que no podría ser dicho con más exacto y categórico enunciado: “Bien podemos contar los pasos de la diosa, anotar la frecuencia y la longitud media, no por ello descubriremos el secreto de su gracia instantánea”.

A fuer de objetivos y precisos, nuestros cultores de la exégesis científica, dando vueltas y más vueltas alrededor del pozo, no curan de hacernos acceder a ese secreto. Luego de fatigoso recorrido por cientos de páginas de aridez desalentadora, en las que se nos habla de todo salvo de lo que nos hubiera gustado oír hablar, cerramos el sesudo volumen con la perpleja certidumbre de que, al término de nuestra lectura, no entendemos mejor ni amamos más la obra del autor estudiado que cuando, para nuestra desdicha, nos asomáramos a los espinosos matorrales especulativos de la crítica que debía haber saciado nuestra curiosidad.

Porque el enfoque cuantitativo que tan espléndidos resultados obsequia en la investigación de los hechos físicos y biológicos, al ser transpuesto a la esfera de los fenómenos del espíritu introduce gravísimas perversiones, equívocos descomunales que, lejos de gratificarnos con un saber profundo acerca del valor de la obra y del goce que nos proporciona, nos extravía por los parajes inhóspitos de lo superfluo, episódico y anodino.

Cedamos, nuevamente, la palabra a Valery: “Nada más engañoso que los llamados métodos “científicos” – y las medidas y los registros en particular – que permiten siempre responder con un “hecho” a una pregunta, así sea absurda o mal fundada”. De manera fatal, quienes extrapolan mecánicamente al arte los métodos de la “ciencia” y se abroquelan tras el aparente rigor de un lenguaje técnico y de una imposible e infecunda “objetividad”, “son inevitablemente llevados o forzados a considerar toda clase de objetos diferentes de aquél que creen estar ocupándose. Sin sospecharlo todo les sirve para huir o eludir inocentemente lo esencial. Todo les sirve siempre que no sea el propio objeto”.

...Más sería imperdonable desconsideración que, tras haber abusado de la cortesía del lector, lo siga forzando a escuchar estas deshilvanadas cavilaciones. La obra portentosa de Paul Valery, - lo apunté, creo, al inicio de mi disertación -, no cabe en el reducido manojo de cuartillas de una simple reseña. Por más que exprima mi cerebro, nunca podría, en anotaciones por necesidad premiosas, completar la cuenta de las virtudes, fulgores y excelencias de un pensamiento cuyo vigor y lucidez, mientras existan hombres capaces de admirar la belleza y de reverenciar la inteligencia, darán a beber sus aguas generosas a la posteridad.

Asegura Italo Calvino que “Un clásico es un libro que nunca termina de decir lo que tiene que decir”. Le sobra la razón. Y de parejo aserto se desprende que Paúl Valery es un clásico... Tal vez por serlo, hoy, cuando los clásicos no parecen gozar de excesiva popularidad, cuando todas las aberraciones y trivialidades se exaltan al rango de genial creación, su obra sea raramente consultada por el común de los lectores, demasiado atentos a la novedad y siempre aquejados de prisas y tensiones. Valery, ciertamente, no se puede leer a la carrera, ni para entretener un instante de aburrimiento entre dos sorbos de café... Por ello nunca estará de moda. ¡Aleluya! No necesita estarlo. Transcurrirán los años, soplará el ventarrón de las décadas y de los siglos. Lo que ahora se encomia no tardará en reposar bajo la única lápida que le conviene, la del olvido... Y mientras tanto, siempre más encumbrado, siempre más indiscutible, Paul Valery, desde las cálidas fraternidades del espíritu, nos seguirá llamando al amor, la claridad y la belleza, pura luz de ático abolengo que constituye a no dudarlo la suprema gloria de Occidente.