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sábado, 9 de octubre de 2010

Una carta al lector

            Entrañable lector:

            ¿Te sientes bien contigo mismo?... Si te parece indiscreta la pregunta sólo me queda pedirte disculpas. Recuerda, sin embargo, que mi oficio es la imprudencia. Quien desee ir más allá de la fría etiqueta del análisis, del aséptico y protocolar razonamiento abstracto, lucirá –imposible evitarlo- entrometido.
            Apelaré no obstante al derecho que me concede la sincera amistad que te profeso: ¿Has visto alguna vez amistad sin confianza?, ¿o confianza que no adopte, despreocupada, el tono de la confidencia?, ¿o confidencia a la que no haya que perdonar una que otra vez su intrusa curiosidad? Me deleita husmear -¿por qué no admitirlo?- en las intimidades del vecindario; y no me conformo con la distancia cautelosa que establecen, rindiéndole tributo a la suspicacia, los cómodos rituales de la cortesía. Por lo demás, ten por cierto que no me arrepentiré -¡claro que no!- de comportarme en la forma indelicada en que lo hago... Seguiré insistiendo: ¿te sientes satisfecho contigo mismo?
            ...Guárdate la respuesta. No me contestes de inmediato. El común de la gente sale del apremio con una réplica banal. No obres tú con la misma trivial precipitación. Simplemente reflexiona..., reflexiona y ensaya ser franco con tu propio sentir. No es tan ímprobo desafío percibir el desaliento: su gesto huidizo, su ademán ansioso, su aspecto alicaído donde quiera asoman el rostro lo denuncian.
            Al cabo y a la postre, ¿en qué consiste el problema?... Me temo que el grueso de los hombres y mujeres que nos rodean no sabe lo que quiere hacer con su vida, y hace, por consiguiente, lo que no le agrada creyéndolo apropiado, y lo que no le conviene, creyéndolo agradable. ¿Quién puede en esas circunstancias alcanzar la dicha?
            Para que nos sintamos satisfechos debemos, antes que nada, conocernos muy bien, al punto de ser capaces de identificar al vuelo lo que nos atrae y lo que nos repele; rechazar con firmeza la celada que tienden tantas incitaciones placenteras tras cuya sonrisa prometedora se oculta, fiera al acecho, la amargura; aceptar valerosamente las fatigas a que toda empresa noble nos somete; no ejecutar hazañas ni adoptar poses con el mostrenco fin de agradar a los demás; ser siempre fieles a nuestras más irrenunciables preferencias; correr el riesgo de provocar enojo, acaso escándalo, sin que el bullicio de la galería nos arredre; sortear las trampas aviesas del éxito, la competencia, el poder y la fama tras cuya puerta seductora se cría, como el gusano en el cadáver putrefacto, la inquietud y la muerte; convenir –sabiamente lo dijo el Eclesiastés- en que sólo tenemos bajo el sol nuestra comida, nuestro trabajo, la compañía del ser querido, que el resto es vanidad y que todo en este mundo hermoso e imperfecto –tal vez porque imperfecto hermoso- tiene su tiempo y su lugar; aprender, entre otras cosas, a disfrutar del exquisito arte de no hacer nada.
            Me asalta sin embargo la sospecha de que las recomendaciones que acabo de formular caerán en saco roto... ¿Quién no se deja seducir, igual que las mariposas nocturnas que ignorando el peligro revolotean alrededor del candil, por lo que depara angustia, incomodidad y desasosiego? Tal comportamiento me ha causado siempre perplejidad. Sobrellevar las inevitables vicisitudes de la aciaga fortuna es más que suficiente para que llenemos hasta el borde la copa de la pesadumbre. Lo que no entiendo ni nunca entenderé es por qué nos empecinamos los hombres en la insensata faena de añadir a la borrasca inoportuna que el azar nos depara, el sufrimiento perfectamente gratuito que una conducta insana siempre provocará.
            Mas si parejo proceder resulta de por si –para el que estas líneas estampa- poco menos que indescifrable, lo que en verdad atemoriza, lo que pone los pelos de punta es que –extraña ironía- aceptamos tal incapacidad para el disfrute como algo natural, como el precio justo que es preciso pagar a cambio de los bienes que la civilización supuestamente otorga... ¡Desconcertante paradoja! Nos ufanamos de un modo de vida sofisticado, complejo, que empieza por arrebatarnos con avaricia cruel el tiempo de que disponemos para paladear los manjares que ofrece, civilizada forma de existencia que, no satisfecha con transformarnos en seres apocados y mediocres, nos programa el ocio, el amor, la fantasía para, en el mejor de los casos, dar cuenta de nosotros fulminándonos de un súbito ataque al corazón o, en el peor de ellos, asesinándonos en cómodas cuotas de puro aburrimiento y desencanto.
            Explícame, entrañable lector, si es que puedes, por qué tantas personas que aparentemente viven de manera holgada, sin que nada esencial les falte (familia, amistades, casa, trabajo, prestigio social, seguridad y ocio) son –a leguas lo delata su taciturno aspecto- individuos profundamente desdichados. ¿Por qué tienen en tan poco aprecio su existencia? ¿Por qué fuman como chimeneas, beben sin control, comen con desacato, manejan sus vehículos como si pilotearan aviones, laboran de manera obsesiva, descuidan el hogar, litigan y se insultan por cualquier nimiedad, no guardan fidelidad a sus parejas y corren de aquí para allá permanentemente excitados, presurosos, tensos, cabizbajos?
            Y, curioso desparpajo, a estos patéticos personajes nada parece entretenerlos tanto como brindar consejos y juzgar con severidad todo lo que les pasa por delante. ¿Cómo no reparan en que la actitud es mil veces más elocuente que la palabra? ¿Eres infeliz? De qué me sirven entonces tus recomendaciones por discretas que luzcan?
            En fin, amistoso lector, que la vida atesora demasiadas maravilla y es demasiado breve para que la dilapidemos con torpeza. Nadie hará regresar las horas fugitivas. Y la juventud transcurre veloz, y cuando nos contemplamos al espejo he aquí que nos sorprende la imagen de un rostro desconocido surcado de arrugas, seco y ojeroso; y entonces vienen las preguntas: ¿Dónde eché displicente, como quien tira el desperdicio a la basura, los floridos años de la mocedad? Todo esto ¿para qué? ¿Q qué atribuir el vacío que me crece en el pecho? ¿Qué puedo hacer ahora, abatido, exhausto, sin ilusiones, con el despojo de existencia que todavía arrastro por la acera?...
            Destino lamentable el de ese que tuvo la oportunidad de ser dichoso y no la aprovechó. Sólo a tales individuos puede aplicárseles a plenitud el calificativo de miserables... Aquel a quien la sevicia implacable de la fortuna ha perdonado no tiene derecho a sentir congoja. Nadie ate obliga, compañero, a dar la espaldad a al bondad, a la amistad y a la belleza. Es perversa manía desperdiciar el tiempo quejándonos de nuestra negra suerte..., que he arribado a la conclusión de que la infelicidad, cuando no testimonia egoísmo, revela ingratitud...
            Quedan muchas cosas por decir... Acaso uno de estos días me disponga y lo haga.   

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