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sábado, 9 de octubre de 2010

Pasión de lucidez: una aproximación a la ensayística de Jorge Luis Borges


            Si doy fe a los títulos que la bibliografía especializada acopia, los estudios que ha merecido la obra de Jorge Luis Borges son tantos y tan variados que al rezagado crítico de estos años tardíos podría parecer tarea desesperada decir algo acerca del eximio escritor que no haya sido repetido mil veces ya. Empero, esa caudalosa lista de seudos comentarios, si bien resulta amenazadora, no tiene por qué desanimar. Añadir nuestra imprudente glosa a los puntuales o exhaustivos análisis que en torno al quehacer literario de Borges cualquier librería exhibe en sus anaqueles, es audacia que espero poder justificar al amparo de las sumarias razones que a continuación ofrezco:

            La primera de ellas, de puro obvia, corre el albur de ser calificada futilidad de Perogrullo. Hela aquí: toda obra excepcional es clásica; y clásico, por axioma, es el libro que nunca pierde actualidad. Lo que, entre otras cosas significa que no empece una y otra vez hinquen en él su diente los filólogos, no hay peligro de que la populosa investigación pueda extenuar su infinita riqueza. Sobre un clásico – ¿cómo escatimar a Borges pareja dignidad? – nadie esta facultado para pronunciar la última palabra.

            El Segundo argumento que acude en mi socorro es también bastante previsible: la crítica, -- la auténtica, específico – no se afana sólo, como el lego inadvertidamente se figura, en exhumar influencias, catalogar temas, ideas y motivos, o levantar una tabla estadística de las imágenes y otras maniobras de estilo a las que el autor sea particularmente afecto, labor nada repudiable pero, en lo que atañe a Jorge Luis Borges, acaso en lo fundamental ya concluida; sino que se endereza a esclarecer el texto examinado surtida con el punto de vista del intérprete, o sea, que aspira a revivir dicho texto desde el particular horizonte de valores del que lo explora. No tiene licencia el escoliasta – gracias a Dios – para prescindir de su propia manera de sentir cuando fija la vista en una obra. La resonancia del escrito en el clausurado tímpano de la sensibilidad de quien lo consulta es lo que, en resumidas cuentas, nos interesa, siempre y cuando el apreciador sepa expresar con hondura, claridad y belleza lo que en su fuero íntimo la versión escudriñada hizo germinar. Si lo que antecede no es desacertado, solo se harán acreedoras de nuestro desdén, por estériles, las críticas de los profesionales de ánimo seco y embotado paladar. Las otras, hijas de la admiración y el entusiasmo del cultivado espíritu, no podrían sobrar en nuestro aparador.

            Y para rematar el acápite, mi tercera razón: si bien cunden las pesquisas en torno al Borges poeta y cuentista, abrigo la ilusión de que acerca del Borges ensayista y critico literario quede todavía alguna rendija por donde escurrir pareceres si no enteramente novedosos, cuando menos poco trajinados.

            En todo caso, a la mayoría de los eruditos que con no exiguo mérito se ha quemado las pestañas aquilatando  la producción borgeana, llevo yo – si no me engaño – la inconcusa ventaja de no haber confraternizado con ninguno de los millares de volúmenes y artículos que el genial argentino ha sabido inspirar. De ese providencial desconocimiento de lo que mis doctos colegas opinan de Jorge Luis Borges – incuria que me impele a escrutarlo con mirada virgen y pensamiento libre de prejuicios ajenos--, me propongo extraer beneficio jugoso.

            Aunque al adentrarnos en el estudio de la ensayística de Jorge Luis Borges numerosas cuestiones despiertan al punto la curiosidad (y cualquiera de ellas despliega prendas suficientes para seducirnos), se me antoja que son tres los tópicos que el analista no debe reservar al tintero: la teoría estética que el porteño maestro insinúa en salpicadas aseveraciones en torno a la caterva de títulos en cuyas páginas incursionó; el perfil idiosincrásico que el tono de su palabra claramente sugiere; y los procedimientos estilísticos y estrategias gramaticales a las que el magno literato se apega con ostensible asiduidad.

            No escala tan alto mi ambición como para querer desmenuzar hasta sus últimas posibilidades los temas a que acabo de referirme. Pero sobre cada uno de ellos sí tengo la intención de perpetrar algunas acotaciones cuya exactitud y conveniencia será empresa  del lector resolver.

            Es concebible – y hasta estimulante – no compartir el credo de Borges; pero es inverosímil no sucumbir a la implacable lucidez de su palabra. Es tal la fascinación que sobre el lector obra su discurso, que incluso cuando claramente disentimos de algunas de sus ideas, obliga a preguntarnos si, a la postre, lo que él propone no resulta más aceptable que lo que imaginábamos hasta ese instante sustentar... La prosa de Borges es inconfundible. Como sucede con cada creador de fuste, no puede el escritor argentino pergeñar cuatro renglones sin que – venturosa infidencia – traicionen éstos el perfil literario del hombre, su temple anímico, su irrevocable fisonomía intelectual. Basta que deslicemos la mirada sobre cualquier párrafo de sus cavilaciones para detectar qué traviesa y aguzada pluma lo amonedó. Jorge Luis Borges es un estilista en el sentido cabal del término (calificativo ante el que claudico, aún reconociendo que el autor así ponderado seguramente lo juzgaría abominable). Estilista, insisto, porque estamos frente a un escritor que no se circunscribe a consignar sus ideas en lenguaje correcto, ajustado a la legislación del castellano, sino que pone tanto o más esmero en hallar la expresión no manoseada y estéticamente erguida, como en dar con pensamientos vívidos y razonamientos de límpida articulación y conturbadora lógica. Para Jorge Luis Borges la forma de decir las cosas pesa tanto como los conceptos y juicios que esa forma dispensa. No ignora el ensayista que el pensamiento nunca admitirá sin menoscabo irreparable ser escindido de los símbolos verbales que lo revelan. La manera de decir es parte irrenunciable  y sustantiva de lo dicho. Es lo que explica también que la misma idea tenga diverso sabor cuando brota de plumas diferentes.

            Corresponde entonces indagar cual es el sabor de la prosa borgeana y, sobre todo, a que procedimientos retóricos atribuir su insultante eficacia. Intentaré en las líneas que siguen dar satisfacción a tan perseverante inquietud.

            Estimo que no comete falsedad ni exageración quien declara que las marcas denunciadoras del estilo borgeano son: la fulgurante originalidad de la adjetivación, el soslayamiento pertinaz del énfasis, la estrategia dubitativa y el humor de irónico viso.

            Lo que al pronto reclama la atención de quien eche una ojeada  sobre la prosa critica de Jorge Luis Borges es – no creo equivocarme – el cariz personalísimo de los epítetos que pueblan su reflexión. Ningún otro escritor – que mi ignorancia atine a reconocer – ha sabido aprovechar esa providencia, ciertamente modesta, con el saldo espectacular obtenido por Borges. El esplendor discursivo que su escritura irradia no deriva del abuso de palabras insólitas; sino de las insólitas combinaciones, o, para ser mas preciso, de los imprevistos emparejamientos de voces que la feliz intuición del literato conjura.

            Veamos: ni el sustantivo genérico “ruiseñor”, ni el adjetivo “infinito” dan la impresión de constituir enunciados a los que podamos acusar de rareza. Empero, cuando el azar o el destino los añuda en la expresión borgeana  “infinito ruiseñor”, cada uno de ellos comienza a refulgir “con viva luz extraña”, como versificaba cierto poeta cuyo celebre nombre mi ingratitud olvida. Que el participio “fatigado” sea palabra de las más llanas y encontradizas nadie – salvo quien se complazca en controversias infundadas – lo discutirá; como tampoco creo que la voz “crepúsculo”, no obstante su romántica connotación literaria, tenga pinta susceptible de provocar asombro. Al ponerlas, sin embargo, en amoroso acoplamiento diciendo, como hizo Borges, “fatigado crepúsculo”, todo cambia y ambas se iluminan, emergen del sombrío anonimato en que yacían recluidas y se tornan dulces y amables como la miel. En veces el sortilegio que sobre el espíritu ejerce la inusual pareja de términos proviene del oxímoron, esto es, de la inquietante asociación de significados opuestos, que genera una tensión de la que aflora misteriosamente un nuevo significado de pulcra estampa y acrisolada alcurnia. Es el caso de “dificultad feliz”, “oportuno desconocimiento”, “ostentoso laconismo”, o “ternura feroz”, locuciones que espigo a raudales en las páginas criticas de Borges y cuyas citas podría multiplicar hasta el cansancio si no me lo desaconsejara el recato que debo a mi lector.

            En torno al énfasis y a su feraz ausencia en la ensayística del insigne argentino, hay materia para redactar veinte obesos volúmenes. No es secreto para nadie (una infausta tradición lo corrobora) que el talón de Aquiles de los escritores de lengua castellana ha sido la verbosidad. Diera la impresión de que apenas siente en la mano el metálico frescor de la pluma, el ingenio de hispánico abolengo se deja encandilar por las galas arteras de la inflada elocución y el discurrir declamatorio. La más descuidada lectura de nuestros clásicos hace barruntar que la sencillez expositiva, la insobornable transparencia y los afeites rigurosos de la sobriedad no son cualidades a las que el numen del idioma de Cervantes propende. En los sonoros dominios de  la lengua española – que incluye la peninsular y la americana – se atropellan los literatos de gesto hinchado y oratorio desplante, proliferan los que sucumben, deleitosamente atolondrados, al funesto embeleso del rizo ornamental y la florida bagatela, y no son escasos tampoco, antes bien endémica plaga, los que practican el arte laborioso de la agudeza enmarañada o la no menos agobiante disciplina de la afectada entonación. Lo cierto es que en vano fatigaremos los caminos de nuestra historia literaria a la husma de remansos de claridad y tersura (que el popular consenso reputa monopolio de los autores galos) o tras el rastro de la circunspecta elegancia que – admirable pudor – suele exhibir, sin esfuerzo notorio, el “scholar” inglés. Para nuestro infortunio, el escritor de lengua castellana se inflige a si mismo la tarea extravagante de relumbrar, o – es otro modo de decir lo mismo --, se infiere la encomienda de ser artificioso; o, defecto contrapuesto, peca de negligente y oscuro. Es verosímil que lo anotado halle plausible explicación en el temperamento extremoso del hispano, en su naturaleza energúmena que le hace juzgar desabridos los civilizados atributos del equilibrio y la moderación mientras favorece con creces los ademanes hirsutos, la brusquedad angulosa y la greguería.

            Sea cual fuere la causa de semejante predisposición – o despropósito --, un hecho parece resistir los mas contundentes reparos: El autor que se expresa en el orgulloso romance estrenado por don Rodrigo Díaz de Vivar, “el que en buena hora ciñó espada”, elegirá ser deslumbrante, atlético, apasionado, original, escultórico, exótico, pintoresco, desconcertante, excéntrico y fantasioso (tesoro digno de colocar en la panoplia), pero sólo por excepción profundo, y mas raramente todavía comedido. El carácter improvisador del hispano y su arrebatado talante no se entienden con la urbanidad elocutiva ni con la caballerosa sutileza de un gusto sano y respetuoso. De ahí que acaso no resulte arbitraria la sospecha de que los parvos ejemplos de péndolas del idioma castellano a las que cabe adjudicar la infrecuente virtud de la tersura, lograron deshacerse de la hipérbole y la hojarasca porque tuvieron la oportunidad de familiarizarse con lenguas distintas a la materna y vivir largos periodos entre gente de cultura muy alejada de la suya. Tal el caso de un Ortega y Gasset, de un Alfonso Reyes o de un Pedro Henríquez Ureña; y lo mismo puede afirmarse – creo – de Jorge Luis Borges.

            En estas latitudes de mi travesía inquisitiva permítaseme – no la percibo inoportuna – una escueta digresión: aun cuando los ensayos de crítica literaria de Pedro Henríquez Ureña y los de Jorge Luis Borges coinciden en mas de una nota característica (verbigracia, la penetración analítica, la capacidad de síntesis, la frase cristalina y breve y el desprecio de la pompa retórica) un rasgo para nada incidental los separa: el registro del dominicano es de tan persistente circunspección y gravedad que, por momentos, no somos capaces de esquivar la presunción de hallarnos en presencia de un pedagogo ante cuyo porte académico y demoledora erudición apenas acertamos adoptar la actitud reverente del aprendiz solícito. Mientras que Borges, no menos sólido, cauto y perspicaz que Henríquez Ureña, nunca prescinde del humor. En el tono confidencial del argentino paladeamos cierta inconfundible travesura, cierta despreocupada informalidad que el adusto maestro de Quisqueya jamás se hubiera consentido.

            Cada escritor tiene su peculiar acento, una inflexión personal que, apenas familiarizados con ella, será fácil reconocer en el renglón con que el azar haga tropezar nuestra mirada. Es como el timbre de una voz fraterna; no bien la hemos escuchado, nada menos embarazoso que dar con la identidad del que así habla. La entonación de Cervantes no se parece a la de Quevedo, ni tampoco se confunde con la de Góngora o la de Lope de Vega. Pareja señal distintiva es lo que solemos denominar “estilo”, terminajo ciertamente enfadoso con el que habitualmente pretendemos designar cómo ciertas palabras y el modo en que estas se enlazan manifiestan un temperamento, dibujan la inexorable fisonomía literaria de su autor.

            Pues bien, lo que permite discernir con razonable certidumbre los contornos de una personalidad literaria no es mera consecuencia de lo que la pluma estampa sobre el papel, sino, también, en medida no menos significativa, de cuanto en la página no hallaremos jamás porque ha sido desterrado de ella en forma recalcitrante y calculada.

            No alcanzo, por ejemplo, a imaginar a un Jorge Luis Borges patético. La ausencia de patetismo o, si lo preferimos, de énfasis dramático, se me antoja tan sintomática como las marcas que su escritura destaca, a saber, la suave y ágil marcha del período o la implacable luminosidad del pensamiento. Por lo demás, es comprensible que el maestro argentino sortee con porfía los arrebatos de la emoción. La exuberancia no hace migas con el espíritu adicto a la lucidez. La vehemencia – ¿quien no lo sabe”? – distorsiona la sintaxis, asume un peligroso ademán interjectivo, acusa una perversa incontinencia verbal y no es capaz de eludir cierta gárrula hinchazón reñida con los castos rubores de la sensibilidad educada.

            A Jorge Luis Borges cabe aplicar lo que él mismo afirmara de Williams James: “Escribió con la claridad que requiere la buena educación”. La buena educación – postulado de la clasicidad – reclama, por sobre todas las cosas, armonía y decoro. A estos dos sensatos paradigmas se contrapone la efusión patética. De ahí que la prosa borgeana se mantenga precavidamente ajena al lenguaje sublime y al gesto grandioso de urdimbre declamatoria. A nada teme mas un paladar depurado que a hacer el ridículo. Y la expresión patética, por lo que importa de contorsión, forzado rictus e inflamación prosódica, siempre esta en inminente riesgo de cursilería o de excentricidad. Es muy corta la distancia que separa lo sublime de lo grotesco; un ínfimo desliz y lo que debía transportar el alma merced a su elevación, ímpetu y magnificencia, se despeña sin remedio hacia lo estrafalario y truculento. No puede entonces sorprender que Jorge Luis Borges nos ahorre con empecinada cortesía el histrionismo y la impulsividad. La escandalosa ausencia de énfasis que su discurso pregona es nervio y sangre de su impoluto estilo. Borges no es solo el literato de irónica y pulquérrima factura, sino también, en no menor cuantía, el escritor que nunca o casi nunca amplifica la voz.

            Conviene la critica autorizada en reconocer – por una vez de manera unánime – que la prosa borgeana posee las cardinales virtudes de limpidez, agudeza y mesura. Y, en efecto, basta dispensar una mirada distraída a los ensayos de Borges para que refrendemos las atinadas observaciones que en torno al estilo del pensador porteño vertiera, hace mas de cincuenta años, Pedro Henríquez Ureña. En opinión del sabio dominicano, en lo que al manejo del idioma concierne, Jorge Luis Borges “es estupendo; no se equivoca nunca; como dice el pintor y perito en tipografía Attilio Rossi (el italiano de la Editorial Losada), se pasa las tardes de los domingos tachando palabras”.

            Sin embargo, la prudencia lingüística de Jorge Luis Borges, fruto de la penosa y excitante tarea de tachar palabras a que alude Pedro Henríquez Ureña, logra evadir milagrosamente el obstáculo con el que suelen dar de bruces los escritores que se empecinan en los fragosos placeres de la sobriedad: la aridez expositiva.

            Borges, -- antes lo subrayamos – abomina la facundia y la ampulosidad. De lo que sería falso colegir que, pasando al extremo opuesto, se sienta requerido por los ceñudos sortilegios del discurrir ascético. La sequedad expresiva es ganga que en vano buscaremos en la radiante veta de la ensayística borgeana. No es el suyo un lenguaje expoliado y yermo. La obstinada ausencia de adornos, la economía de epítetos, la poda feroz de hipérboles y ademanes aparatosos sáldase no con penuria expresiva, sino con delicada fluidez verbal y juguetón donaire.

            Pese a su talante comedido – o, antes bien, gracias a él --, la prosa de Jorge Luis Borges nada tiene de parca ni de frugal. Rehuye ciertamente su cálamo los teatrales gestos de la exuberancia, pero no se deja embaucar por los modales escurridos de la inclemente desolación. La tónica de sus escritos se halla en los antípodas de la severidad de académica estampa. Cuando pule, recorta y suprime Jorge Luis Borges, lejos de adoptar olímpica actitud de desasimiento emocional, imprime en la frase el nítido cuño de su poderosa personalidad; al eliminar, refuerza; nunca lucirá austera su prosa, sino intensa, sugerente, vital. Y lo que maravilla por encima de cualesquiera otras virtudes, es que semejante hazaña sea consecuencia no de abundancia barroca, prodigalidad léxica o desbordada fantasía, sino del cálculo, gusto alquitarado y rigurosa administración de las traicioneras proclividades del idioma castellano.

            Estipulaba Borges haciendo gala de verbo inusualmente sentencioso que “Hay escritores – Chesterton, Quevedo, Virgilio – integralmente susceptibles de análisis; ningún procedimiento, ninguna felicidad hay en ellos que no pueda justificar el retórico”. Juicio clarividente sobre el que me veo tentado a señalar que su autor pudo incluirse perfectamente en tan selecto listado. Hasta donde admite el arcano de la creación las indiscreciones del discernimiento, cabe colocar al Jorge Luis Borges ensayista junto a aquellos escritores cuyo proceder literario anuncia con tanta claridad sus méritos que ni al más beocio glosador podrían pasar inadvertidos. Si la hondura del pensamiento, los deslumbramientos de la intuición o la sutileza perceptiva se muestran en postrera instancia refractarios a la desconsiderada manía de fundamentar con argumentos su presencia (porque el genio trasciende toda razonable explicación), en materia de estilo se da el caso de ciertos autores sobre quienes no luce inabordable empresa dictaminar el origen de sus aciertos o establecer los mecanismos que apuntalan la singular eficacia de su discurso. Borges – me aventuro a proclamarlo – es uno de ellos. Como suele ocurrir con los temperamentos de clásica tesitura, los primores de la ensayística borgeana no son deudores del azar ni compromisorios de un caprichoso espíritu de improvisación. Aunque sus logros dieran la impresión de haber sido alcanzados sin esfuerzo y fluyan las ideas como cantarina agua de manantial, lo cierto es que la incomparable limpidez del lenguaje borgeano es fruto sopesado de laborioso artesanía, ruda faena de estupores cuyas huellas han sido meticulosamente borradas, como exige el desempeño artístico exitoso.

            A dicho éxito contribuye quizá otro rasgo estilístico que podría pasar desapercibido. Me refiero a la astuta supresión de las locuciones que el castellano prodiga con el propósito de revelar el nexo lógico, la relación causal entre dos o más ideas o acontecimientos. “Puesto que”, “en efecto”, “en consecuencia”, “por consiguiente”, “a causa de”, “dado que”, “con el fin de”, expresiones de uso ordinario en nuestra lengua, sólo de manera muy remisa y a cuenta gotas asoman en las páginas del ensayista porteño. Hecho que paradójicamente contrasta con la sólida trabazón conceptual y aplastante rigor que distingue su prosa analítica. La convivencia de un pensamiento vigoroso, de insuperable ilación, cuya andadura nunca se ve interrumpida por hiatos molestos o injustificados desvíos, y de la mentada parvedad de conectivos lógicos, sería – acaso – nota distintiva cardinal de la meditación de Borges. De la afortunada contraposición entre un razonamiento de elaborada coherencia y un decir avaro en las fórmulas que ponen de resalto las relaciones de procedencia, finalidad y determinación, germina la cualidad típicamente borgeana de la ligereza y frescura. Tales enlaces lógicos, propios del discurrir conceptual, si bien organizan las ideas favoreciendo su articulada presentación, tienen el inconveniente de lastrar el período con recetas lingüísticas de desairada catadura que, al acumularse, entorpecen con su burda monotonía la marcha de la frase. De tan incómodo percance nos exime la prosa borgeana. No a otra causa cabe adjudicar su alada transparencia.

            Por lo demás, el registro elocutivo de Borges es siempre (la anotación no me luce ancilar) personal e íntimo. El recuerdo, la anécdota, la vivencia injertan calidez a su palabra. No alza la voz. En ningún momento dejamos de sentir que está conversando con nosotros. Su plática, amenísima, prescinde de cascabeles y arabescos. Y no es que su frase a fuer de despojada se nos haga cansona o insípida. Nada menos convencional ni previsible que la frase de Borges. Es la suya una escritura carente de suntuosidad, exenta de lujo, pero que resplandece con la desnuda transparencia del cristal. De adentro mana su fulgor. El deslumbramiento que procura es hijo de un cultivado instinto que encuentra siempre, con puntería desconcertante, el giro grato, el matiz diferenciador, la expresión inhabitual y sugerente.

            Sin temor a inferir injuriosas hipérboles, apoyado en los juicios que anteceden, arriesgaré la afirmación de que Jorge Luis Borges es un escritor muy poco hispánico; antes bien aventajado discípulo de los enciclopedistas franceses o de la acuidad refinada del ingenio sajón... Que esa foránea índole se exprese en sin par castellano es tal vez una de las paradojas, de las admirables rarezas que hacen de Borges un literato fuera de serie e inevitable punto de referencia para quien sea capaz de ver más allá de sus propias narices.

            En lo tocante a la peculiar modalidad borgeana de exponer las ideas sirviéndose de protocolos que lastran la argumentación con un devastador principio de incertidumbre (técnica retórica a la que he bautizado con el insatisfactorio nombre de “estrategia dubitativa”), si no me engaño, parejo artificio cumple una doble función: para empezar, la profusión de los adverbios “quizá”, “tal vez” y “acaso”, como de otras cautelosas palabras destinadas a mermar la asertividad de los juicios, tienen el taimado propósito de desarmar las prevenciones del lector, de manera que, despojado éste de coraza y escudo defensivos, se convierta en blanco inerme para el penetrante y a veces malicioso designio del escritor.

            En efecto, la porfía con que se reiteran los adverbios mencionados y la nutrida población de fórmulas de indecisión del tenor de “entreveo o creo entrever”, “prefiero sospechar”, “no sé que opinará mi lector”, “es verosímil que”, “me aventuro a diferir”, “parece confirmar”, “no se si es necesario decir”, “si no me engaño”, “empresa que ignoro si soy capaz”, etcétera, sitúan los planteamientos del autor en el nada presuntuoso terreno de las conjeturas personales. Valido de semejante mecanismo, el ensayista no persigue otra meta que la de remachar que cuanto pregona  -- si bien responde fielmente a su visión – podría no ser totalmente cierto, o hasta podría ser un entero dislate... ¿Qué puede uno hacer frente a un discurso plagado de tantas reservas, ante un escritor que comienza por colocar en tela de juicio – o así nos lo hace creer – su propio criterio? Bajar la guardia y abrir las puertas del espíritu de par en par. Aprovechando esa confiada postura, de manera tanto más eficaz cuanto menos ostensible, la elocuencia borgeana nos encandila. Al final estaremos convencidos de que lo que Borges dice, aunque antes de escuchárselo a él nos habría escandalizado, es, ¡y de qué modo!, lo que nosotros habíamos pensado siempre.

            El segundo propósito del referido planteo dubitativo es generar las condiciones para sembrar la suspicacia en el lector acerca de asuntos que hasta ese momento no parecían problemáticos. Los “quizá”, los “tal vez”, los “acaso”, junto a los demás giros de reticencia enumerados en las líneas que preceden, tienen la virtud de ir propiciando un clima de incertidumbre, un espacio enrarecido donde lo que juzgábamos firme realidad, evidencia irrecusable, helas aquí transmutadas en etéreo espejismo de la mente. Insidiosa, acariciante y oblicua, la arremetida verbal del erudito y sagaz escoliasta no marra nunca el centro de la diana. Terminamos la lectura de cualquiera de sus ensayos y ya estamos dispuestos a conceder que el mundo es una ficción, vástago espurio de nuestra afiebrada fantasía. Embrujo irresistible de una palabra que nos arropa en las gasas del sueño.

            Por lo que hace al humor, me incorporaré al coro de cuantos sostienen que es uno de los inveterados atributos de la escritura borgeana. Y, desde luego, de los más temibles. Pues ¿qué puede haber de más entretenidamente persuasivo que la lucidez transfigurada en ironía iconoclasta? No sería excesivo estatuir que en el caso del autor que nos ocupa la mofa reviste mayor pertinencia suasoria dado que, de ordinario, logra esquivar el vejamen. La ironía de Borges es de hoja afiladísima, pero no traiciona la caballerosidad de cepa aristocrática. Se me antoja que el buen tono de su causticidad sea quizás la clave del efecto demoledor de sus reparos críticos. Cuando la sátira no abjura del señorío ni propende a la brusquedad es casi imposible resistirse a su influjo desacralizador. La ironía de Borges cala hondo porque sobre ser de inexorable perspicuidad, muestra tolerancia al error, esto es, que mientras fustiga la falta sentimos que, después de todo, el despiadado látigo tiene la suficiente sabiduría como para resignarse al vicio que escarnece. Al ironizar - Borges ironiza incluso cuando no sospechamos que lo está haciendo – el encumbrado exégeta no comete la torpeza de contemplar el texto ajeno a través del cristal de sus personales predilecciones literarias. Sabe perfectamente distinguir en la obra de un autor aquello que le agrada porque es afín con sus gustos e inclinaciones, de lo que reclama elogioso veredicto aun cuando no condiga con sus más entrañables preferencias. El refinamiento espiritual del intérprete prohíbe cualquier tipo de estrechez especulativa o de arbitraria parcialidad. Esa apertura cordial, esa entera disponibilidad anímica, que nunca están ausentes de sus mejores páginas, son las que – acaso – convierten los irónicos fervores de su cálamo en ariete letal a cuyo sonriente dictamen nos rendimos.

Mudándome ahora a otra parcela del vasto continente del estilo, me asalta la ocurrencia de que una de las cualidades que a Borges no se le puede escatimar es la de cautivarnos merced al procedimiento de proponer enfoques inusuales que dictan al discurso un vuelco hacia las sinuosas latitudes de lo extraño o lo desconcertante. Es él un maestro en lo que importa al supremo arte de atisbar hasta en los más triviales asuntos el rostro del enigma o, cuando menos, el inequívoco vacío que delata su esfumada presencia. Muy a menudo Jorge Luis Borges se las arregla para, al trote insistente de la meditación y sin que reparemos hacia donde somos conducidos, internarnos en una especie de fantasmagórico aposento en cuyo seno las cosas familiares acusan imprevista faz y cobran de repente la densidad inquietante de lo ignoto.

Ejemplo: en el segundo párrafo de su estudio sobre Almafuerte, propone el ensayista un dilema mortificante: ¿Por qué un autor que abunda en fruslerías y negligencias alcanza, sin embargo, fuerza poética inexcusable? Esbozada La cuestión en esos términos, o parecidos, añade Borges: “Esta paradoja o problema de una íntima virtud que se abre camino a través de una forma a veces vulgar me ha interesado siempre”. Y, - ¿habrá necesidad de subrayarlo? – pareja confesión, preñada de abismos subyugantes, no caerá en saco roto. A partir de ese instante lo que de Almafuerte se asevere o conjeture no será capaz de librarse de la sospecha del enigma.

Otro ejemplo, en el que el dilema que nos entretiene resurge tiñendo la reflexión con el color indeciso de la perplejidad: se trata del embrujo que ejercen las páginas de Cervantes pese – el “pese” es aquí de fundamental importancia – a los vicios declarados de su prosa. Nuevamente el asombro prospera alimentado por esa inopinada contradicción; ¿cómo puede lo mal escrito impresionarnos positivamente? Transcribamos las palabras del crítico: “Juzgado por los preceptos de la retórica, no hay estilo más deficiente que el de Cervantes. Abunda en repeticiones, en languideces, en hiatos, en errores de construcción, en ociosos o perjudiciales epítetos, en cambios de propósito. A todos ellos los anula o atempera cierto encanto esencial.”.

Un ejemplo postrero: en sus certeras consideraciones acerca del Martín Fierro de Hernández, Jorge Luis Borges recurre nueva vez a la paradoja con el propósito de conjurar nuestro estupor. En las mentadas cavilaciones asienta el exégeta: “Para dejar un libro que las generaciones venideras no se resignarán a olvidar, conviene proceder (pero ello no depende del autor) con cierta inocencia”. Idea que algunos párrafos adelante es repetida y precisada: “Una de las condiciones indispensables para redactar un libro famoso, un libro que las generaciones futuras no se resignarán a dejar morir, puede ser el no proponérselo.”. De la tensión que provoca el inesperado contraste nace la perplejidad. En esas aguas profundas y engañosas nos sumerge el analista a cada instante. Donde corre su pluma, algo misterioso acontece. En virtud de no sé que mágico talento, cuando a meditar se aboca el argentino, el hecho anodino de súbito descubre el gesto de lo insólito. El agridulce condimento del asombro es el que da sabor a la prosa borgeana.

No quisiera concluir estos descosidos razonamientos sin insinuar – con el vivo temor de que a despecho de lo humilde del propósito, el éxito esquive mis empeños – algunas conjeturas que, por lo que hace a las preocupaciones estéticas del eminente ensayista, me han parecido no del todo irrelevantes.

Pienso – corríjame el avisado lector – que el eje de la especulación borgeana en torno a la belleza es la convicción de que ésta “es una sensación física, algo que sentimos con todo el cuerpo. No es el resultado de un juicio, no llegamos a ella por medio de reglas; sentimos la belleza o no la sentimos”. De quien alienta semejante creencia es lícito esperar que nos declare su inclinación hedónica, es decir, su costumbre de leer sólo aquello que le produzca agrado. Una y otra vez confiesa: “yo soy un lector hedónico, lo repito: busco la emoción en los libros.”. De ahí que recomiende a la juventud: “¿Por qué no estudian directamente los textos? Si estos textos les agradan, bien; y si no les agradan, déjenlos, ya que la idea de la lectura obligatoria es una idea absurda. Tanto valdría hablar de felicidad obligatoria. Creo que la poesía es algo que se siente, y si ustedes no sienten la poesía, si no tienen sentimiento de belleza, si un relato no los lleva al deseo de saber qué ocurrió después, al autor no ha escrito para ustedes. Déjenlo de lado, que la literatura es bastante rica para ofrecerles algún autor digno de su atención, o indigno hoy de su atención y que leerán mañana.”.

Ahora bien, siendo poesía y belleza sentimientos, de ambos se puede hablar todo lo que se nos antoje sin que nunca logremos encerrarlas en la jaula dorada de la definición. La belleza elude los argumentos de la lógica; se derrama por el borde del más comprensivo y hospitalario razonamiento. Dejemos que sea Borges quien nos lo diga: “El hecho estético es algo tan evidente, tan inmediato, tan indefinible como el amor, el sabor de la fruta, el agua. Sentimos la poesía como sentimos la cercanía de una mujer, o como sentimos una montaña o una bahía. Si la sentimos inmediatamente, ¿a qué diluirla en otras palabras, que sin duda serán más débiles que nuestros sentimientos?”.

Así las cosas, cómo no estar de acuerdo en que la belleza de un texto asegura su perdurabilidad, el que generación tras generación acudan los lectores a abrevar en sus páginas. De esta banal constatación parte la aguda observación borgeana de que todo escritor escribe dos cosas: “una, el tema que se propuso; otra, la manera en que lo ejecutó.”. Porque – sigamos citando a Borges – “todas las formas tienen su virtud en si mismas y no en un “contenido” conjetural”. De lo que se desprende que el hecho estético es un obsequio de los dioses; el credo del escritor y las metas conscientes que a si mismo se impone suelen influir muy poco en el resultado de la faena creadora. No alcanza la inmortalidad un libro porque su autor haya propagado en él ciertas concepciones políticas, religiosas o morales, sino por un “algo” imponderable, irreductible al análisis, que el literato, sin percatarse acaso que lo hacía, depositó en sus folios. No es, pues, ociosa comprobación la que encierran estas palabras de Borges: “En el decurso de una vida consagrada menos a vivir que a leer, he verificado muchas veces que los propósitos y teorías literarias no son otra cosa que estímulos y que la obra final suele ignorarlos y hasta contradecirlos”.

Es tiempo de sellar mi aventurada indagación. Lo haré señalando que Jorge Luis Borges pertenece al selecto cónclave de autores – glorioso puñado de mentes privilegiadas – que siempre nos aleccionarán. Nos ilumina el pensamiento del sagaz argentino cuando creemos que acierta, pero sobre todo nos ilumina cuando estamos seguros de que se equivoca.

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