Heme aquí enfrentado a una tarea poco menos que desesperada. ¿Cómo, en efecto, bosquejar a vuela pluma un perfil – por exacto que éste sea – del crítico y teórico literario Paúl Valery, que no propicie la impresión de cosa fragmentaria, descosida e incompleta? ¿Cómo integrar en un cuerpo de ideas que no adolezca de incoherencia y arbitrariedad, tantos definitivos señalamientos, tanta inexorable erudición, tal cúmulo, en fin, de indagaciones y sugestiones seductoras que sin pausa nos asaltan y rinden nuestras defensas cuando al azar dejamos que la mirada peregrine por cualquiera de las ubérrimas páginas del maestro galo de la prosa? ¿Cómo, en suma, no pecar de caprichoso si al cumplir con la cortesía de la brevedad – tributo al que se obliga el glosador piadoso – me veo forzado a omitir innumerables aspectos, todos ellos de bulto, ninguno insustancial, del tema con el que he decidido, imprudentemente, reclamar la benévola atención del lector?
Ante desafío de tan ingrato cariz, sólo atino a responder, a falta de tácticas menos inocentes, con las del entusiasmo y el amor... Renuncio, pues, de partida a la vana de pretensión de lucir sistemático, a la ambición de parecer exhaustivo y equilibrado y hasta a la misma elemental exigencia de someter a un orden o régimen el espontáneo fluir de mis cavilaciones. ¿Quién pone grilletes al viento o yugo a las aguas del mar? Ya que el razonador meticuloso frente a lo erizado de la faena que tiene por delante escoge callar, que hable entonces el corazón embelesado...
Así las cosas, las ideas y apreciaciones que a continuación dejaré resbalar sobre la cuartilla, antes que fruto de sopesada ponderación y sostenida exégesis, vástago serán de los fervores de la pasión y de los arrobos del asombro. Porque, por más que lo intente, no puedo hablar de Valery de otra manera.
Un libro, cualquier libro, adquiere valor en la medida en que nos arrastra a formular preguntas atrevidas e insólitas, en que nos incita a plantear problemas que de otro modo difícilmente hubiéramos logrado apercibir, en que nos insta a sumergirnos en aguas profundísimas, enigmáticas, incluso peligrosas, aguas bajo las que reposan olvidados tesoros que la ilusión codicia y la razón presiente.
A esta especie singular de libros excitantes que convierten al autor en audaz explorador de los misterios del intelecto, pertenecen los volúmenes que sobre asuntos literarios y filosóficos consintiera Paúl Valery en dar a la estampa... Abramos al azar uno de ellos: no hay título, no hay página, ¡qué digo!, no hay párrafo en donde no nos atropelle la alucinante observación, la sagaz inferencia, la inquisición provocadora, el irremplazable testimonio que hinca raíces en los hundidos estratos de la vivencia espiritual. Y al paso que avanzamos en la lectura, sentimos que nuestra mente se despierta y tonifica procreando generosa prole de pensamientos exultantes; que se afina nuestra visión hasta el punto de tornarse sensible a delicados matices que poco antes se perdían confundidos en el grosero anonimato de una plana y uniforme coloración; reparamos que nuestras facultades intelectuales, espoleadas por el movimiento mágico de la frase, por el cautivante gesto reflexivo (en los que estamos tentados a advertir algo así como la respiración del raciocinio o el palpitar del discernimiento) se reaniman y, desechando la pusilanimidad en que la rutina y las convenciones por lo común las arrinconan, reclaman briosamente sus derechos y piden ser alimentadas con nada menos que los nutritivos manjares del Espíritu. En resumidas cuentas, si consentimos en acompañar a Valery por el hechizado territorio de sus divagaciones – y el que toma a Valery en sus manos ya no lo puede soltar -, pronto descubriremos que, víctimas de algún duende travieso o de ese “demonio” que Sócrates tantas veces invoca, de pasivos receptores de conocimientos nos hemos transformado en agentes, en sujetos, en conscientes y responsables protagonistas de nuestros propios teoréticos afanes; que ya no somos simples lectores satisfechos sino – extraordinaria metamorfosis – insaciables indagadores de la verdad evasiva y eterna.
Pareja potenciación de nuestras virtudes intelectivas es el más inconfundible indicio de que nos hallamos ante una obra y un autor de subidos quilates... Textos hay que deleitan, otros estremecen, no escasos invitan a soñar. Pero una cosa es que un libro nos interese o aun nos reconforte o regocije, y otra muy distinta que, cual taumaturgo, produzca en nuestro fuero íntimo esa extraña transmutación que propicia los deslumbramientos, que nos hace ambicionar la plenitud del entendimiento, aspirar a la perfección de la forma, adentrarnos en los parajes enigmáticos del ser... Esto último sólo a las creaciones de mayor vuelo está reservado. Y tal es el linaje de los ensayos que a propósito de literatura y otros tópicos afines, Valery nos legara. Paúl Valery tiene la virtud de hacernos reflexionar con asiduidad y perspicacia de las que nunca nos sospechábamos capaces, sobre intrincados temas y sutiles asuntos; tiene el don de limpiar nuestras retinas hasta el extremo de que, incluso cuando aborda las más enmarañadas cuestiones, nos provee del hilo de Ariadna con cuyo auxilio habremos de escapar hacia los refrescantes horizontes de las certezas que la razón insobornable anhela y la sensibilidad profética proclama. Tiene el poder, en fin, este hijo de las claridades mediterráneas, este afortunado cultivador de todas las gracias y rigores de ática raigambre, de que lo difícil nos parezca fácil, natural y espontáneo lo que es fruto de espinosa labor y enconado esfuerzo, obvio lo recóndito, nítido y perfectamente recortado lo que era materia compuesta, confusa, ambivalente y amorfa.
Merced a las cualidades que acabo de mencionar y que, por supuesto, lejos están de agotar el mérito literario del eximio escritor francés, es menester colocar su producción ensayística junto a las más altas manifestaciones creadoras del pensamiento occidental... Los ensayos de Paúl Valery no son apasionantes, no son perturbadores, no son ni siquiera magníficos: son únicos. Leerlos es penetrar en un bosque encantado. Es introducirnos en un universo reflexivo de transparentes cristales en el que cualquier cosa puede suceder. Es abocarnos a una maravillosa aventura intelectual cuyas inesperadas peripecias especulativas nos mantendrán en vilo de sorpresa en estupefacción, de estupefacción en éxtasis.
Porque no se trata simplemente de lo que dice Valery sino de cómo lo dice... y heme aquí rozando, sin proponérmelo, uno de sus temas dilectos: la fusión indisoluble entre el pensamiento y la palabra, entre la forma lingüística y las ideas que a esta forma se acogen. Al respecto, conviene de entrada señalar que Paúl Valery presenta la singularidad harto infrecuente de ser él mismo, en su quehacer intelectual, en su práctica de escritor, el más fehaciente paradigma de sus medulares postulados teóricos. Lo que sostiene en materia de doctrina literaria y artística, en sus escritos él es el primero en realizarlo. Así nos topamos con que su obra (tanto la poesía como la prosa) ilustra a la perfección sus preceptos, atisbos y convicciones. En este pensador nacido en Sete, en las soleadas riberas francesas de la latinidad mediterránea, menos que en ningún otro podremos nosotros disociar la expresión de lo expresado, el concepto del molde verbal y expositivo al que éste se ajusta sin que tamaña ruptura comprometa gravemente la inteligibilidad del enunciado o le hurte a las ideas muchos de los sutiles valores significativos que nos las hacen apetecibles.
Refiriéndose a la poesía mística, el clarividente autor asienta: “La comprensión es sin duda necesaria: está muy lejos de ser suficiente”, y en modo alguno desvirtuaremos el sentido de sus palabras al hacerlas extensivas a cualquier texto cuyo objeto sea la Belleza. Quiero decir, que para Valery el verdadero artista (y el escritor es el artista del lenguaje aun cuando maneje nociones abstractas) no puede ni debe prescindir de la sensibilidad ni siquiera a la hora del razonamiento preciso y el riguroso análisis. Porque la comprensión (lo que se llama ‘comprensión’ en los parajes de la forma desnuda y de los superiores goces que esta proporciona) reclama los servicios no sólo de la mente sino, también, de la sensibilidad. Oponer la sensibilidad a la inteligencia es un error de a folio. Ambas deben colaborar en el movimiento mismo del acto reflexivo. Porque “existe una sensibilidad de las cosas intelectuales: el pensamiento puro tiene su poesía. Puede incluso preguntarse si la especulación prescinde de cierto lirismo, que le da el encanto y la energía necesarios para seducir el espíritu y meterlo en ella”.
“El pensamiento puro tiene su poesía”, por cierto que sí. No es otra la razón de que a más de dos mil años de distancia el inmortal discípulo de Sócrates siga deslumbrando con sus diálogos la conciencia de Occidente. En el dominio de los valores del espíritu, que es el dominio de la especulación filosófica, la grandeza de un pensamiento, su fecundidad, dependen no sólo de la exactitud o justeza de la observación sino, en medida no menos considerable, de la acuidad del enfoque, de la enriquecedora perspectiva vivencial de la que brota la idea, punto de vista que ilumina el significado y que en el ademán de exposición, en la nobleza elocutiva y adusta dignidad de la frase se nos impone.
A su vez, la contraprueba y confirmación de este lirismo de la mente razonadora, es la lucidez de irrenunciable estirpe metafísica que debe presidir la ardua tarea del poeta. Si detrás de cada egregio pensador hay un poeta, cabe el eminente poeta ha de manifestarse un pensador. Porque, insiste Valery, “todo verdadero poeta es necesariamente un crítico de primer orden”.
Si la receta se la aplicamos a su autor, no tardaremos en comprobar que funciona a las mil maravillas: no es posible – por más que nos asalte la tentación de introducir variantes – decir con mayor sencillez, justeza y decoro expresivo lo que a propósito del tema que ocupe su atención, nos dejara dicho Valery. Ya podemos insinuar una tímida mudanza de vocablos, una sustitución de adjetivos, ora aventurar una inversión, ora suprimir una fórmula adverbial, al final nos daremos de bruces con la evidencia de que la manera original del ensayista es la única que satisface a plenitud las expectativas de la razón y las razones de la sensibilidad. El poeta – magno poeta – que tras el penetrante intelectual se oculta, y dicta a éste si no las nociones sí el arrebato de la lucidez y la genial demencia de trazar en la geometría del pensamiento los nítidos contornos del enigma, ese poeta nos niega el derecho de alterar la forma lingüística empleada; porque esa forma no es un añadido, no está de más, no constituye un simple exorno cuyo fin sería meramente cosmético, sino que, por el contrario, contribuye a poner de relieve, como sólo ella puede hacerlo, el alma de la inteligencia, la vida de las ideas, el sentido humano profundo y permanente del prodigioso proceso simbólico de significación en cuyas perplejidades nos sumergen, por poco que nos detengamos a considerarlas, las palabras.
Las palabras son criaturas delicadas y muy susceptibles. Nos entendemos cuando hablamos porque las empleamos sin prestar a ellas demasiada atención. Por decirlo de un modo metafórico (la metáfora nos saca de apuros a cada instante), corremos sobre el precario puente de las palabras atentos, o, mejor, hipnotizados por los significados, por los objetos, sucesos y fenómenos a los que éstas hacen referencia. Y así, más o menos, logramos comunicar lo que encierra el cofre sellado del espíritu. Del mismo modo, un ciclista logra mantener el equilibrio sobre sus inverosímiles dos ruedas y desplazarse con garbo de uno a otro sitio merced al movimiento, a que en ningún instante detiene la marcha de su máquina, y si lo hace ha de buscar apoyo en los pies so pena de bambolearse y caer con riesgo de maltratar su frágil anatomía.
Con las palabras, esos instrumentos serviciales, útiles, irremplazables, ocurre lo que al ciclista. Que no se nos antoje detenernos en ellas si no queremos comprobar – oigamos ahora a Valery – “como el discurso más claro se descompone en enigmas, en ilusiones más o menos sabias”... De tales enigmas e ilusiones se entreteje el discurrir metafísico tanto como la melodiosa arquitectura del poeta. Detenerse en la palabra es penetrar en el mundo de la extrañeza, en el universo del asombro. Y esa, no otra, es la vocación del escritor, del lírico y del filósofo.
Ahora bien, de lo que llevo dicho no demos en pensar que Paul Valery es un estilista. En él es menester destacar todo lo opuesto: una cuidadosa y meditada ausencia de estilo. Ruego se me disculpe la paradoja. Nada más ajeno a mi intención que sorprender con fáciles añagazas lingüísticas. Me explico: por estilista entiendo dos cosas: o bien el autor que escribe con estilo, o sea, que peina y viste de gala la expresión en su afán por distanciarse del uso coloquial, e incurre entonces en amaneramientos y afectaciones que nos pueden desplacer o agradar, pero que bajo ningún concepto nos conceden libertad para hacer caso omiso de su presencia; o bien el autor que es él mismo un estilo, y que, por consiguiente, cuando escribe retrata su propio rostro, que en cada gesto verbal deja la impronta de su humana, a veces demasiado humana, fisonomía emocional. En este caso, el escrito nos satisfará en la medida en que nos atraiga la personalidad de su creador.
Pues bien, ninguna de las dos acepciones del término estilo que acabo de proponer conviene – si no me equivoco – a la prosa límpida y despojada de Paul Valery. ¿Significa esto que el pensador galo carece de estilo? En modo alguno si por carencia de estilo queremos estigmatizar una supuesta deficiencia expresiva o desaseo verbal. Nada menos aceptable – y, por lo demás, reñido con la nuda evidencia de los hechos – que endilgar el sambenito de desaliño a los textos del autor que nos ocupa.
Para aclarar la cuestión retorno a lo que aseverara pocas líneas atrás: en la escritura de Paul Valery lo que sorprende es una cuidadosa y meditada ausencia de estilo. Es decir, no falta de pulitura verbal, no desatención o despreocupación por los aspectos formales del decir sino, lejos de ello, una firme, incoercible, sistemática voluntad de expresión dirigida (he aquí su más curiosa peculiaridad) a borrar del texto cualquier adherencia de superfluos adornos o cualquier parasitaria afloración en el cristalino fluir de las palabras de los rasgos idiosincráticos del que empuña la pluma.
El estilo de Paúl Valery es, en suma, el más sustancioso fruto de una búsqueda tenaz y desusada de esencialidad en el universo de la inteligencia y la belleza. Por ese motivo suprime sin compasión de la página el menor asomo de preciosismo colorista y de exquisiteces vistosas pero accidentales, como también desaloja de ella con la misma insobornable testarudez toda espuria huella de emoción individual que pueda distraer de lo único que cuenta: la inmaculada irradiación del pensamiento... La pureza expresiva jamás había hallado más apasionado cultor.
Empero, erraríamos el blanco si damos en creer que semejante ascetismo en la esfera literaria es aleatorio producto de una manía de escritor. No. Sin negar que la sensibilidad del ensayista francés lo predispusiera a esas pulcritudes discursivas, lo cierto es que su estilo se nos impone como el más acabado paradigma de su intransigente doctrina de la perfección... Y resulta imposible, por abocetado que sea nuestro intento de presentar los valores que encarecen la obra portentosa del maestro de Nate, no referirnos, aunque sea de pasada, a la que fuera una de las preocupaciones axiales en la teoría estética de Paúl Valery: su concepto de la perfección.
Para empezar, según nuestro autor – y no veo como estar en desacuerdo con su tesis – la perfección es un ideal que implica madurez, o sea, autocontrol, capacidad de oponer una maciza barrera de lucidez a las aguas arremolinadas de la pasión. Por ello, la perfección raramente se alcanza en las etapas juveniles. Es un primor clásico, lo que significa que no se manifiesta en la alborada de una época o de una individualidad, sino en las horas crepusculares de los pueblos y de los creadores. Escuchemos a Valery: “La esencia del clasicismo es venir después. El orden supone cierto desorden que viene a relucir. La composición, que es artificio sucede a algún caos primitivo de intuiciones y desarrollos naturales”.
Además, la perfección abomina de toda espontaneidad e inocencia. Es hija de un esfuerzo consciente, prolongado, en el que la vigilia de la mente desempeña protagónico papel usufructuando y disponiendo a su entero albedrío de la cosecha del azar. Así, nos asegura el ensayista que “La pureza es el resultado de infinitas operaciones sobre el lenguaje, y el cuidado de la forma no es otra cosa que la reorganización meditada de los medios de expresión”. Punto en el que insiste señalando: “La adolescencia de las novedades es presuntuosa. La prudencia, el cálculo y, en suma, la perfección, sólo aparecen en el momento de la economía de las fuerzas”.
Ahora bien, esa lucidez reflexiva, esa agotadora y larga batalla con y contra las palabras, ese altivo rechazo de toda efusión espontánea y de toda impremeditación, ¿qué objetivo persiguen?... Hacer que el texto viva de sí mismo nutriéndose de su propia sangre; generar un espacio lingüístico privilegiado que, a resguardo de las acechanzas de la burda realidad cotidiana, permita el desarrollo de una armoniosa y equilibrada arquitectura de voces y sentidos de superior abolengo intelectual; alumbrar una región del espíritu en la que las palabras (esas plebeyas herramientas comunicativas siempre salpicadas con el estiércol del práctico trajín) puedan obrar con la misma donosura, autonomía y eficacia de los triángulos, círculos y otras figuras con las que el geómetra soluciona, en el ámbito impoluto y hermético de la pura abstracción, sus complejos problemas, gestar un universo más hermoso, definitivo y acabado disolviendo la grosera personalidad individual en el océano del Ser, con el auxilio de la inteligencia y de una poderosa sensibilidad por la mente filtrada.
En resumidas cuentas, a la obra, sólo a la obra – que es artificiosa criatura de lenguaje – toca hablar. El autor con sus amores y odios, prejuicios y virtudes, no debe subir al escenario de las palabras y, mucho menos, cometer la impudicia de desnudar su intimidad ante la galería. El escritor, como Dios, aunque en todas partes manifiesto, debe ser invisible; ha de hacer mutis por el foro dejando a su creación el cuidado de impactar mediante las sabias armonías y los calculados equilibrios de su propio orden ideal.
La perfección consiste, pues, en dirigir hacia el más alto plano de la aprehensión intelectual y de la sensibilidad nuestras potencias anímicas, en virtud de una paciente, ardorosa y meditada construcción del espíritu cuyos efectos tonificantes – producto de la clarividente nobleza de la criatura así engendrada – nos elevan a la enigmática comarca de la Idea.
Semejante aspiración emparienta la actividad del artista de la pluma con la experiencia mística. Nadie ignora que la suprema unión con Dios exige el sacrificio de nuestro “ego”. Ese mismo sacrificio, en aras, esta vez, de la Belleza y la Sabiduría es el que solicita Valery del escritor. Una vez más, prestemos atención a sus palabras: “El genio más puro no se revela nunca sino a la reflexión; no proyecta sobre su obra la sombra, laboriosa y excesiva de alguien. Lo que llamo perfección elimina la persona del autor; y por ello no deja de despertar cierta resonancia mística, como lo hace toda búsqueda cuyo término se sitúa deliberadamente al infinito”.
La alcurnia espiritual de Valery, su deslumbrada persecución de la pureza, le hacen aborrecer todo extravío, manía u omisión que impidan a la obra prohijar en nosotros ese embrujo, ese incontaminado deleite que sólo el soplo de la perfección propicia. De ahí que en términos no por decorosos menos híspidos, nos confiese que “la obra romántica, en general, difícilmente soporte una lectura lenta y erizada con las resistencias de un lector exigente y refinado”. No es otra la razón de que en otro texto el ensayista francés nos aleccione sosteniendo que “Aquello que creo poder cambiar con poco esfuerzo en una obra, es el enemigo de mi placer, es decir, enemigo de la obra. (...) Me irrita que las bellezas sean accidentales y encontrar delante de mí lo contrario de una obra”.
Parejas reflexiones dignas son de pormenorizado escolio... Pues lo que reputa vicio Valery en la obra de los románticos decimonónicos, hoy, llevado a la exacerbación y la truculencia, sienta la pauta por la que se rigen los escritores y artistas contemporáneos; el facilismo, el culto a la espontaneidad, el descuido de los valores formales, la admiración por lo horrendo y lo vil, el uso indiscriminado de recursos sensacionalistas, la confusión de géneros, estilos, materiales y maneras, la precariedad compositiva, la dignificación de lo efímero, la incoherencia por sistema, la importancia concedida al detalle y el accidente en desmedro del conjunto, la búsqueda de una novedad forzosamente pasajera, la vanidad narcisista de perseguir lo propio y único así sea al precio de inmolar a dicho ídolo la sensatez, la decencia y la hondura, constituyen en esta época que hemos dado en apodar “post-moderna”, el pan nuestro de cada día en el reino de la creación literaria...
“Libertad creadora”, he aquí el estandarte estético de la contemporaneidad. Se supone ingenuamente que cuanto más se libera el escritor de modelos, convenciones y normas, más posibilidades tiene de plasmar, de manera artísticamente válida, su temple anímico y su imaginación. Craso error. La restricción es tremendamente fecunda, al extremo de que el verdadero artista no sólo no la evita sino que voluntariamente se la impone; y si no existiera, la creara... Sobre este tópico también ha expresado Valery conceptos cuya verdad luce inexpugnable. Veamos: “La restricción es inventiva al menos tantas veces como puede serlo la superabundancia de libertades”. A lo que añade, abundando en otro texto sobre el mismo tema: “Métodos, poéticas bien definidas, cánones y proporciones, reglas de la armonía, preceptos de composición, formas fijas, no son (como se cree comúnmente) fórmulas de creación restringida. Su objeto profundo es instar al hombre completo y organizado, al ser hecho para actuar y que perfecciona, en cambio, su acción misma, a imponerse en la producción de las obras del espíritu”.
Retengamos esta última frase: “imponerse en la producción de las obras del espíritu”, tal es la finalidad a la que han servido siempre los cánones y las limitaciones retóricas, porque (como lo han sabido todos los artistas geniales) la expresión se vigoriza y nutre y define en la lucha contra las resistencias que opone la norma a la desatada, antojadiza e incierta efusión del torrente espiritual.
Más, gustemos o no, no es el que vivimos tiempo en que semejantes postulados de ecuanimidad corran con la fortuna de encontrar prosélitos. Y esto no dejó de percibirlo, con su mirada zahorí, el eximio pensador francés. No podía, en efecto, escapar a su perspicacia los insólitos trastornos en la manera de sentir, pensar y reaccionar ocasionados por el desarrollo vertiginoso de la ciencia y sus aplicaciones tecnológicas, en todos los niveles y dimensiones de la vida. En tan temprana fecha como las décadas de los veinte y los treinta, Paul Valery hace el trágico recuento de los males que estamos hoy sufriendo en carne propia. De este balance crítico traeré apenas a colación dos aspectos que por estar preñados de funestas consecuencias para el quehacer del literato, no me resigno a olvidar en el tintero: para empezar, el embotamiento de la inteligencia y la sensibilidad del hombre moderno; y, en segundo lugar, la manía de medirlo todo y de sólo valorar lo que es susceptible de mensura.
Prestemos oídos a lo que, al respecto, Valery nos tiene que decir: “La vida moderna tiende a ahorrarnos el esfuerzo intelectual, como lo hace con el esfuerzo físico. Reemplaza, por ejemplo, la imaginación por las imágenes, el razonamiento por los símbolos y las escrituras por la mecánica; y a menudo por nada. Nos ofrece todas las facilidades, todos los medios cortos para llegar a la meta sin haber recorrido el camino. Y esto es excelente; pero esto es bastante peligroso. Esto se combina a otras causas que no voy a enumerar para producir - ¿cómo diría yo? – una cierta disminución general de los valores y de los esfuerzos en el orden del espíritu”.
Y ese resbalar a lo obtuso en la esfera del intelecto y la sensibilidad ¿con qué amenaza la existencia de la obra de arte? Valery no vacila en responder a esa pregunta: “por lo que hace a los espíritus, se ve que ya están solicitados y seducidos por tantos prestigios inmediatos, por tantos excitantes directos que les dan sin esfuerzo las sensaciones más intensas y les representan la vida misma y la naturaleza en toda su presencia, que, podemos dudar si nuestros nietos encontrarán el más leve sabor a las gracias antañonas de nuestros más extraordinarios poetas y de toda poesía en general”.
Asertos y vaticinios que si en su momento tal vez parecieron demasiado atrevidos, hemos de convenir que ahora, cuando reinan la imagen, el video, el cine, la televisión, el internert no se prestan a discusión ya que se limitan a radiografiar, con precisión inigualable, la era en que nos ha tocado vivir...
Era en la que también (y pasamos al segundo punto del diagnóstico valeriano de la modernidad) predomina la “cuantificación de la vida”. Según nuestro autor – discúlpeseme que nuevamente me vea obligado a citarlo - : “La idea de la superioridad absoluta de la dimensión cuantitativa, idea cuya puerilidad y grosería son evidentes – así lo espero -, es una de las más características de la especie humana moderna”. Si observamos con detenimiento lo que nos rodea (continúa exponiendo el preclaro analista) nos vamos a percatar de que “Este mundo está penetrado de aplicaciones de la medida. Nuestra vida se ordena cada vez más según determinaciones numéricas, y todo lo que escapa a la representación por los números, todo conocimiento no mensurable cae bajo un juicio de depreciación. El nombre de “ciencia” se rehúsa cada vez más a todo saber intraducible en números”.
Lo vago, los valores que no se dejen calibrar, lo indemostrable, en fin, cuanto ha brindado tradicionalmente materia a la creación artística y tema a la especulación filosófica es declarado inexistente. Como no hay manera de apresar tan elusivas entidades axiológicas en las mallas del número ni en el esquematismo del diagrama ni en los procedimientos de la estadística, no queda más remedio que negar su presencia o prescribir a priori su ínfima importancia.
Este prejuicio cientificista, tan difundido en los días que corren, auspicia la degradación de todo lo que no admita ser pesado y medido, acarreando funestas consecuencias para la recta comprensión de la importancia de las disciplinas humanísticas y, en particular, del arte y la literatura.
Obnubilados por el prestigio siempre en ascenso de la ciencia, nuestros teóricos de las artes se han apresurado a adoptar las poses y maneras del físico o del matemático en el examen de cuestiones que por su misma naturaleza rehuyen entregar sus ocultos tesoros a quienes así las cortejan. Y digo poses y maneras porque, en la práctica, dichos estudiosos de los misterios de la belleza, cuando someten el texto literario al escalpelo de su crítica, se contentan con imitar en su gesto más exterior, en sus más superficiales apariencias, el método, el rigor y la cautela propios de las ciencias naturales... Con admirable cuanto inútil porfía estos químicos de la literatura inclínanse sobre la página como lo hace el biólogo que, bajo su poderoso microscopio, observa la estructura de un tejido celular. Y, por supuesto, los resultados de semejante exégesis suelen ser decepcionantes: al final, después de mucho ruido y terribles estremecimientos, la montaña pare un ratón.
Pues sucede que, por lo general, las personas que así pretenden adentrarse en el territorio de los valores estéticos, dan testimonio de una lamentable carencia de sensibilidad que los inhabilita para percibir las entrañables y sutiles fragancias en las que todo texto que merezca el calificativo de literario condensa sus primores. Y semejante astigmatismo espiritual, los promotores de la crítica científica nos lo intenta vender como legítimo conocimiento y concienzudo análisis; cuando salta a la vista que tal indagación no acredita a sus acólitos con otro título que el de la habilidad mayor o menor de que dan muestra con el fin de eludir el verdadero asunto: desvelar la naturaleza de la expresión artística en lo que esta tiene de única y particular, y señalar los medios empleados por el autor para conjurarla.
Los aspectos materiales de la escritura, aquellas partes del discurso que admiten clasificación y registro nada esencial pueden revelarnos acerca del problema fundamental de toda crítica digna de ese nombre, el cual se reduce a esclarecer por qué, cómo y en qué medida determinada criatura verbal nos arroba, en tanto que otra no menos sabiamente concebida, nos deja indiferentes.
Cavilando en torno al asunto que nos entretiene, Paúl Valery, en sentencia impecable, resumió lo que no podría ser dicho con más exacto y categórico enunciado: “Bien podemos contar los pasos de la diosa, anotar la frecuencia y la longitud media, no por ello descubriremos el secreto de su gracia instantánea”.
A fuer de objetivos y precisos, nuestros cultores de la exégesis científica, dando vueltas y más vueltas alrededor del pozo, no curan de hacernos acceder a ese secreto. Luego de fatigoso recorrido por cientos de páginas de aridez desalentadora, en las que se nos habla de todo salvo de lo que nos hubiera gustado oír hablar, cerramos el sesudo volumen con la perpleja certidumbre de que, al término de nuestra lectura, no entendemos mejor ni amamos más la obra del autor estudiado que cuando, para nuestra desdicha, nos asomáramos a los espinosos matorrales especulativos de la crítica que debía haber saciado nuestra curiosidad.
Porque el enfoque cuantitativo que tan espléndidos resultados obsequia en la investigación de los hechos físicos y biológicos, al ser transpuesto a la esfera de los fenómenos del espíritu introduce gravísimas perversiones, equívocos descomunales que, lejos de gratificarnos con un saber profundo acerca del valor de la obra y del goce que nos proporciona, nos extravía por los parajes inhóspitos de lo superfluo, episódico y anodino.
Cedamos, nuevamente, la palabra a Valery: “Nada más engañoso que los llamados métodos “científicos” – y las medidas y los registros en particular – que permiten siempre responder con un “hecho” a una pregunta, así sea absurda o mal fundada”. De manera fatal, quienes extrapolan mecánicamente al arte los métodos de la “ciencia” y se abroquelan tras el aparente rigor de un lenguaje técnico y de una imposible e infecunda “objetividad”, “son inevitablemente llevados o forzados a considerar toda clase de objetos diferentes de aquél que creen estar ocupándose. Sin sospecharlo todo les sirve para huir o eludir inocentemente lo esencial. Todo les sirve siempre que no sea el propio objeto”.
...Más sería imperdonable desconsideración que, tras haber abusado de la cortesía del lector, lo siga forzando a escuchar estas deshilvanadas cavilaciones. La obra portentosa de Paul Valery, - lo apunté, creo, al inicio de mi disertación -, no cabe en el reducido manojo de cuartillas de una simple reseña. Por más que exprima mi cerebro, nunca podría, en anotaciones por necesidad premiosas, completar la cuenta de las virtudes, fulgores y excelencias de un pensamiento cuyo vigor y lucidez, mientras existan hombres capaces de admirar la belleza y de reverenciar la inteligencia, darán a beber sus aguas generosas a la posteridad.
Asegura Italo Calvino que “Un clásico es un libro que nunca termina de decir lo que tiene que decir”. Le sobra la razón. Y de parejo aserto se desprende que Paúl Valery es un clásico... Tal vez por serlo, hoy, cuando los clásicos no parecen gozar de excesiva popularidad, cuando todas las aberraciones y trivialidades se exaltan al rango de genial creación, su obra sea raramente consultada por el común de los lectores, demasiado atentos a la novedad y siempre aquejados de prisas y tensiones. Valery, ciertamente, no se puede leer a la carrera, ni para entretener un instante de aburrimiento entre dos sorbos de café... Por ello nunca estará de moda. ¡Aleluya! No necesita estarlo. Transcurrirán los años, soplará el ventarrón de las décadas y de los siglos. Lo que ahora se encomia no tardará en reposar bajo la única lápida que le conviene, la del olvido... Y mientras tanto, siempre más encumbrado, siempre más indiscutible, Paul Valery, desde las cálidas fraternidades del espíritu, nos seguirá llamando al amor, la claridad y la belleza, pura luz de ático abolengo que constituye a no dudarlo la suprema gloria de Occidente.