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sábado, 9 de octubre de 2010

El torrente Neruda


            Poetas hay, no los menos dignos de nuestra estima, que pulsan como las cigarras una sola cuerda o un reducido número de ellas. El laúd o la lira, a los que la tradición los asocia, es tópico que acusa íntima verdad. En su canto –dulce, diáfano o afligido- reconocemos, inalterable, un único acento. Esta poesía, que avanza siempre por el mismo cauce rítmico, que adopta un tono emocional constante, una andadura de la frase que asiduamente responde al invariable perfil anímico del cantor, pese a la ausencia de fluctuaciones, es capaz de sacudir profundamente nuestro espíritu siempre que el verso hinque raíces en el suelo feraz del corazón. Gustavo Adolfo Bécquer y Antonio Machado se me antojan paradigmas excelsos de esta lírica modalidad; e insuperable ejemplo de la sin par estatura a que puede alzarse el aedo de ascético registro y monocorde entonación.
             En los antípodas de la mentada manera enclaustrada y uniforme de versificar, sienta Neruda sus reales. Porque Neruda no se conforma con interpretar melodías en un solo instrumento, como acaece con la mayoría de los poetas. Lejos de eso, el teclado al que él arranca sus orgiásticos secretos es multitudinario, potente como órgano de catedral y, a la vez, poseedor de todos los timbres de la orquesta. En el pecho del vate de Temuco una variopinta muchedumbre de voces se agolpa y estremece. Semejante virtud, rara en extremo, impregna la estrofa del chileno con fragancias de hervidero y tropel.
            En el glorioso Parnaso de la lírica en lengua española descarto exista el numen que, cuando muda de tema, sin perder un adarme de vigor expresivo y esplendente primor, sea capaz como la de Neruda de recogerse en el terciopelo tímido de un capullo de rosa, de ascender luego con súbito aletazo al risco soberbio en el que anida el cóndor, de trasmigrar después al helado silencio donde la noche con mil ojos insomnes nos acosa, de transformarse una y otra vez en piedra, lluvia y bosque de aromas ancestrales; no hay en nuestra literatura –convengamos en ello- palabra que cual la de Neruda esté dotada del mágico poder de penetrar lo ínfimo, de habitar lo grandioso, de adelgazarse púdicamente para abrazar la simiente y la brizna de hierba o de adoptar, agigantándose, la terrorífica faz bramante y majestuosa de la desmelenada catarata.
            Pareja cualidad –en cuya importancia nunca se insistirá bastante- de albergar en el canto infinitud de tonos, cromatismos y acentos es la que permite al gran bardo austral sentirse como en su propia casa cualquiera que sea la naturaleza del asunto sobre el que su musa haya querido tejer el sonoro sortilegio del verso.
            Así, en la fase inicial de la trayectoria del poeta, topamos con el precoz Neruda del amor, de un amor deleitosamente quejumbroso, pasión de otoñal neblina, fervores de brisa oscura que dan aliento a la nostalgia. La nostalgia es penumbra, ósculo que dulcemente atormenta desde los hontanares del recuerdo, gélido soplo lunar que a la caricia adhiere y a la derrota seductora de los sentidos y de la carne aspira.
            La contumaz melancolía que trasuntan las justamente celebradas e infatigablemente reimpresas estrofas de FAREWELL nunca antes había sido plasmada con tan sencilla urdimbre, candoroso latido y sensuales urgencias. Esbozo admirable de trazos mórbidos y exactos, de pinceladas brumosas que compendian en figuras verbales emblemáticas la lóbrega llovizna de una esperanza que, consciente de su ilusorio anhelar, haciendo frente a la fatalidad, sonríe resignada. La contagiosa placidez de la frase que se escande con mansedumbre sostenida, contribuye a que la recalcitrante tristeza del cuadro que el autor dibuja pierda sus más ponzoñosas espinas y se acicale con las mieles del canto:
            “Desde el fondo de ti, y arrodillado, / un niño triste, como yo, nos mira. // Por esa vida que arderá en sus venas / tendrían que amarrarse nuestras vidas. // Por esas manos, hijas de tus manos, / tendrían que matar las manos mías. // Por sus ojos abiertos en la tierra / veré en los tuyos lágrimas un día. // Yo no lo quiero, Amada. // Para que nada nos amarre / que no nos una nada. // Ni la palabra que aromó tu boca, / ni lo que no dijeron las palabras. // Ni la fiesta de amor que no tuvimos, / ni tus sollozos junto a la ventana. // (...) Fui tuyo, fuiste mía. ¿Qué más? Juntos hicimos / un recodo en la ruta donde el amor pasó. // Fui tuyo, fuiste mía. Tú serás del que te ame, / del que corte en tu huerto lo que he sembrado yo. // Yo me voy. Estoy triste: pero siempre estoy triste. / Vengo desde tus brazos. No sé hacia dónde voy. // ... Desde tu corazón me dice adiós un niño. / Y yo le digo adiós.”
            Ante el paisaje anímico de desolada añoranza que los versos que anteceden nos hacen columbrar imposible permanecer indiferentes. La belleza ilumina cada resquicio del poema con el sombrío resplandor romántico de la ausencia y la irreparable soledad. El amor hermana con la pesadumbre, fraterniza con la separación. Se lo otea desde la crepuscular despedida. Su más pura y atribulada esencia es el adiós.
            Los VEINTE POEMAS DE AMOR Y UNA CANCIÓN DESESPERADA  perseveran en el tópico amoroso y lo coronan con algunas de las composiciones más logradas del género sentimental erótico y, también, sin disputa, de las más leídas en el diserto idioma de Cervantes.
            Sin embargo, en lugar de las trémulas saudades y estoica resignación a que FAREWELL nos arrima, vamos a ser testigos en este segundo poemario de Neruda de una visión distinta. La viscosa tristeza de ocaso, sin desaparecer, abre ahora espacio a un vital sentimiento de viso afrodisíaco, de apetito carnal, que colma la página con imágenes espléndidas, metáforas y epítetos que proceden de la esfera de los fenómenos naturales y cuya lujuriosa procesión y novedoso aspecto casi vuelven tangibles los arrebatos indómitos del corazón. El frenesí erótico estalla cual fiesta en la que el verdor del campo, el agua, el cielo, participan. Hay un ambiente de idilio y una sana alegría de febril juventud que, a despecho de la ineludible melancolía del vate, hace que el escenario resplandezca con cálidos tornasoles y vírgenes espesuras:
            “Ah vastedad de pinos, rumor de olas quebrándose, / lento juego de luces, campana solitaria, / crepúsculo cayendo en tus ojos, muñeca, / caracola terrestre, en ti la tierra canta! // En ti los ríos cantan y mi alma en ellos huye / como tú lo desees y hacia donde tú quieras. / Márcame mi camino en tu arco de esperanza / y soltaré en delirio mi bandada de flechas. // En torno a mí estoy viendo tu cintura de niebla / y tu silencio acosa mis horas perseguidas, / y eres tú con tus brazos de piedra transparente / donde mis besos anclan y mi húmeda ansia anida. //  Ah tu voz misteriosa que el amor tiñe y dobla / en el atardecer resonante y muriendo! / Así en horas profundas sobre los campos he visto / doblarse las espigas en la boca del viento.”

            Pero la desolación está al acecho, pronta a saltar como voraz pantera sobre quien ingenuamente creyó encontrar en los tibios y susurrantes apremios de la mujer la dicha inconmovible. El movimiento pendular entre los dos extremos opuestos del placer que promete el convite amoroso y el desconsuelo que, al final del camino, aguarda tras el ágape de la sensualidad, se nos antoja la clave de la concepción artística que prevalece en los VEINTE POEMAS DE AMOR Y UNA CANCIÓN DESESPERADA. Decepción y entusiasmo, he aquí las dos caras de la mujer en el ritual del sexo. Frente a la atracción amorosa el poeta sólo puede rendirse; mas no ignora él que por la satisfacción carnal tendrá que pagar el elevado precio de la congoja y de un profundo y esencial desamparo:
            “(...) Puedo escribir los versos más tristes esta noche. / Pensar que no la tengo. Sentir que la he perdido. // Oír la noche inmensa, más inmensa sin ella. / Y el verso cae al alma como al pasto el rocío. // (...) La misma noche que hace blanquear los mismos árboles. / Nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos. // Ya no la quiero, es cierto, pero cuánto la quise. / Mi voz buscaba el viento para tocar su oído. // (...) Ya no la quiero, es cierto, pero tal vez la quiero. / Es tan corto el amor, y es tan largo el olvido. // Porque en noches como ésta la tuve entre mis brazos / mi alma no se contenta con haberla perdido. // Aunque éste sea el último dolor que ella me causa, / y éstos sean los últimos versos que yo le escribo.”
           

Ahora bien, si en las tremolantes estrofas que hemos traído brevemente a colación, la pasión amorosa, de la mano del genio taciturno del escritor, da pábulo a una estampida verbal irrefrenable, a una lúdica floración de metáforas impolutas y frescas que otrora –quizás con la excepción de Quevedo- no habían hallado refugio en los añosos infolios de la literatura castellana, es en RESIDENCIA EN LA TIERRA cuando, entregando las riendas del poetizar a los recónditos sobresaltos de la sangre y el tuétano, tumultuosa, atropellada, insólita, irrumpe la palabra. Más fogonazo y crepitación que lenguaje, más lava en ebullición que rítmica elocuencia, las páginas de RESIDENCIA EN LA TIERRA nos sumergen en un revuelto océano en el que, cual náufragos, flotamos al azar de perversa corriente que arrastra cabe nosotros los fragmentos, muñones y residuos de un universo que antes brindara cobijo pero que, inesperadamente –no imaginamos cómo- colapsó en estallido descomunal.
            Inclemente es la lectura de la RESIDENCIA porque, entre las grietas de la descoyuntada sintaxis, sobre el oleaje encrespado de la frase acezante y mordiente, en la tumultuosa lujuria de la desatada fantasía, asoma su rostro siniestro la angustia despiadada.
            En efecto, la opalescente melancolía que ayer al amor se avecindaba, ese resplandor sombrío en el que se complace la nostalgia, da paso ahora en los versos de RESIDENCIA EN LA TIERRA a un malestar de náusea, a un dramático agobio en cuyo vértigo cuanto juzgábamos sólido y real se disuelve y deposita en nuestra mano entumecida –postrer legado de la hecatombe- el polvo amargo de una noche sin término:
                 “Entre sombra y espacio, entre guarniciones y doncellas, / dotado de corazón singular y sueños funestos, / precipitadamente pálido, marchito en la frente / y con luto de viudo furioso por cada día de vida, / ay, paras cada agua invisible que bebo soñolientamente / y de todo sonido que acojo temblando, / tengo la misma sed ausente y la misma fiebre fría / un oído que nace, una angustia indirecta, / como si llegaran ladrones o fantasmas, / y en una cáscara de extensión fija y profunda, / como un camarero humillado, como una campana un poco ronca, / como un espejo viejo, como un olor de casa sola / en la que los huéspedes entran de noche perdidamente ebrios, / y hay un olor de ropa tirada al suelo y una ausencia de flores / -posiblemente de otro modo aún menos melancólico-, / pero, la verdad, de pronto, el viento que azota mi pecho, / las noches de substancia infinita caídas en mi dormitorio, / me piden lo profético que hay en mí, con melancolía,  y un golpe de objetos que llaman sin ser respondidos / hay, y un movimiento sin tregua, y un nombre confuso.”
            Refiriéndose a esta poesía estremecida, violenta, Amado Alonso señalaba con palabras a las que nadie osaría cambiar un punto o una coma que “no hay página de RESIDENCIA EN LA TIERRA donde falte esta terrible visión de lo que se deshace. Los ojos de Pablo Neruda son los únicos en el mundo constituidos para percibir con tanta concreción la invisible e incesante labor de autodesintegración a que se entregan todos los seres vivos y todas las cosas inertes, por debajo o por dentro de su movimiento o de su quietud. Son los únicos condenados a ver el drama ‘del río que durando se destruye’, verso espléndido donde se encierra la imagen definitiva de esta dolorosa visión de la realidad.”.
            Barriles de tinta han derramado los críticos de las más encontradas tendencias e intereses, en el empeño por hacerse con los secretos de ese triple poemario singular que Neruda bautizó RESIDENCIA EN LA TIERRA. A la inspiración que preside dichas creaciones se la ha calificado reiteradamente de surrealista. Sea... No es cuestión de disputar a causa de nomenclaturas. Lo que a fin de cuentas importa es palpar la densa y escalofriante belleza de esa lengua cuyos ásperos perfiles infunden vida al caos, lengua que desde el remolino de las más dilacerantes sensaciones y vivencias, es capaz de pergeñar un cuadro insuperable de la orfandad humana en un mundo por el hombre mismo construido pero que él no reconoce como propio, en un mundo extraño y hostil ante cuyo rostro apocalíptico la sórdida angustia, hija del difuso pavor, esgrime, desafiante, el pabellón del grito.
            Poesía ardua porque no era previsible que una experiencia vital asida al eje de la confusión y del desorden, y cuya función consiste precisamente en dar cuerpo de palabras a la anarquía de impresiones heteróclitas y sentimientos en pugna, se someta a la disciplina de la lógica ordinaria o de las convenciones sintácticas al uso. La baraúnda de imágenes de los versos que estamos comentando, la fuerza arrolladora de la desbordada fantasía, se desbrozan camino sacudiendo la expresión, interrumpiendo el curso de las ideas o emparejando vocablos nunca antes puestos en relación, de cuyo imprevisto enlace germinan inéditos significados de exótico cariz... cláusulas mutiladas, abusivos gerundios, derroche de anacolutos son tozudos expedientes retóricos a que el bardo acude para amansar la fiera que le devora las entrañas, para dar forma a lo informe, al mare mágnum de una profecía hecha de jirones y enhebrada con el hilo de un nocturno y sordo presentimiento:
            “(...) Por eso el día lunes arde como el petróleo / cuando me ve llegar con mi cara de cárcel, / y aúlla en su transcurso como una rueda herida, / y da pasos de sangre caliente hacia la noche. // (...) Yo paseo con calma, con ojos, con zapatos, / con furia, con olvido, / paso, cruzo oficinas y tiendas de ortopedia, / y patios donde hay ropas colgadas de un alambre: / calzoncillos, toallas, camisas que lloran / lentas lágrimas sucias.”

            La influencia que esta lírica vanguardista de sincopado aliento y ahíncos de magma urente ejerció en los poetas de habla española durante lo que va del siglo fue definitiva. Las fragosas composiciones de  RESIDENCIA EN LA TIERRA  dieron origen a toda una corriente de ‘nerudismo’ que, merced a la contumacia de una infatigable turba de imitadores, aún persiste, -duplicado trinar de bisutería cuyos insípidos y desentonados vagidos hasta el día de hoy nos hemos visto forzados a sobrellevar-.
            Pues, como era de temerse, en décadas signadas por las extravagancias de los ‘ismos’, la belicosa novedad del lenguaje a que nos estamos refiriendo no podía dejar de provocar un impacto estruendoso entre los cultivadores de las musas, quienes, perplejos ante voz de tan zahareña sonoridad y fulminante traza, se aplicaron sin demora a la tarea formidable, y de antemano abocada al descalabro, de remedarla.
            Los resultados de pareja iniciativa no han sido, a mi entender, felices. La razón de ello estriba en que la modalidad lírica que el vate chileno inaugura en los poemas de RESIDENCIA EN LA TIERRA, habida cuenta de la hermética factura y retorcido tratamiento verbal que la distingue, constituye de hecho una expresión que, en punto a inteligibilidad, bordea peligrosamente el límite de lo tolerable. Pese a la clausurada tesitura de su verso, no obstante los continuos desacatos a la lógica y a la gramática, Neruda se las apaña siempre para azotarnos con el aluvión de un sentimiento que, aunque sellado y oscuro, nos entrega en sus negras metáforas, en la incisiva pureza de su caótica andadura, una visión soberbia de los bajos fondos del agobio, de los sótanos lóbregos y ominosos de la pesadilla. La portentosa intensidad lírica del cantor de Parral, su creatividad en permanente ebullición y su desaforada fantasía, logran llevar a exitoso término la proeza: hacer que el desarreglo de la intimidad y el revoltijo de las subjetivas impresiones transmigren a la palabra, de modo que, objetivada la vivencia de radical desasosiego en nítidas imágenes y pegadizo ritmo, podamos, horrorizándonos, saborear con delectación su amenazante rostro de Medusa.
            Tal poder contagioso ni por asomo frecuenta el cálamo de los imitadores. Éstos, sin el ventarrón de lirismo del maestro genial, sin su inconmensurable capacidad de dar cabida a la emoción en el sillar del verso, procuran inútilmente reproducir el gesto atormentado de aquél, saldándose dicho empeño, como era previsible, con el alumbramiento de una criatura verbal descosida y refractaria a todo acercamiento inteligente, cuyos gratuitos primores oníricos, en caso de existir, no alcanzan a ocultar la total vacuidad y carácter estrafalario de la inspiración que los gestara.
            Señalaba Antonio Machado en ese prodigio de lúcida ironía que lleva por nombre ‘Juan de Mairena’, lo siguiente: “no es la lógica lo que en el poema canta, sino la vida; aunque no es la vida la que estructura el poema, sino la lógica.”. Y se me ocurre, prolongando el pensamiento del apócrifo personaje machadiano, que cuanto menos acuda el poeta a los artilugios de la lógica, más obligada está su palabra a cantar. Es exactamente lo que Neruda, con su volcánico numen, no deja de hacer ni por un instante en RESIDENCIA EN LA TIERRA; es también el desafío ante el que las huestes de los entusiastas epígonos zozobra de manera inevitable.
            He aquí sin embargo, que Neruda, para ser fiel a si mismo debe cambiar. El giro poético inducido por los acontecimientos trastornadores y dramáticos de la Guerra Civil Española  ya atestigua una opción popular y decididamente combativa en la TERCERA RESIDENCIA:
            “(...) Juro que de tu boca de sed saldrán al aire / los pétalos del pan, la derramada / espiga inaugurada. Malditos sean, / malditos los que con hacha y serpiente / llegaron a tu arena terrenal, malditos los / que esperaron este día para abrir la puerta / de la mansión al moro y al bandido: / Qué habéis logrado? Traed, traed la lámpara, / ved el suelo empapado, ved el huesito negro / comido por las llamas, la vestidura / de España fusilada.”
            Pero en el CANTO GENERAL es donde el aedo con voz de greda limpia y corazón de esparto se levanta a la más alta cima de lirismo, al narrarnos en páginas fervorosas la zaga del continente americano. Acaso la poesía en lengua castellana, en sus más afortunados momentos, llega a igualarse por lo que toca a la nobleza del decir con la monumental recreación histórico-poética del aludido CANTO... pero no lo supera. Y en lo que atañe a la impetuosidad del verso, dramatismo de la concepción y salvaje resplandor de la imágenes, tengo copia de razones para pensar que hasta la publicación en 1950 de la obra que nos ocupa, no se había escuchado en los bien poblados parajes de la literatura iberoamericana un acento poético ni remotamente parecido.
            En muchas composiciones y fragmentos del CANTO GENERAL diera la impresión que la naturaleza americana, blandiendo de repente el taladro de la palabra, nos confiara sus más guardados e inviolables secretos y, desnuda de rubores, a guisa de aplastante recriminación, ostentara sobre su cuerpo espléndido, como quien agita una bandera, las llagas espectrales del infortunio y de la infamia. El poeta se lanza audazmente al rescate de nuestra oculta identidad que, hasta ese instante, despreciada y rota, hubo de enmudecer en los socavones hundidos del pasado. Y prestando su voz de huracanado aliento al cristal, a la madera, al barro, al río, a la montaña, al aire, de pronto de las hoscas cenizas pisoteadas, de las huecas congojas, de la miseria acumulada por los siglos, va renaciendo América, sagrado suelo, matriz fecunda y casta que por fin recupera sobre el filo del canto su preterida dignidad.
            El bardo interroga; y cada una de sus preguntas escuece, veredicto inapelable que, por vez primera hace justicia a la ofendida carne y a la lágrima:
            “(...) Oh, Wilkamayu de sonoros hilos, / cuando rompes tus truenos lineales / en blanca espuma, como herida nieve, / cuando tu vendaval acantilado / canta y castiga despertando al cielo, / qué idioma traes a la oreja apenas / desarraigado de tu espuma andina? // Quién apresó el relámpago del frío / y lo dejó en la altura condenado, / repartido en sus lágrimas glaciales, / sacudido en sus rápidas espaldas, / golpeando sus estambres aguerridos, / conducido en su cama de guerrero, / sobresaltado en su final de roca? // Qué dicen tus destellos acosados? / Tu secreto relámpago rebelde / antes viajó poblado de palabras? / Quién va rompiendo sílabas heladas, / idiomas negros, estandartes de oro, / bocas profundas, gritos sometidos, / en tus delgadas aguas arteriales? // Quién va cortando párpados florales / que vienen a mirar desde la tierra? / Quién precipita los racimos muertos / que bajan en tus manos de cascada / a desgranar su noche desgranada / en el carbón de la geología? // Quien despeña la rama de los vínculos? / Quién otra vez sepulta los adioses?”
            La llamada  ‘poesía comprometida’, en su esfuerzo porque la denuncia de cuño ideológico aflore con inequívoca claridad en el escrito, frecuentemente no logra impedir que la composición se desbarranque por el pronunciado declive de la burda consigna y el prosaísmo de la peor estofa. Esto que acabo de aseverar, de puro irrecusable roza el lugar común, por lo que no juzgo procedente nos tomemos la molestia de comprobarlo. Forman legión los líricos-a veces inspirados- que llegada la hora del reclamo y la protesta no aciertan a evitar que el quid divinum les dé las espaldas y deje al canto huérfano de luz. Ni siquiera Pablo Neruda, en el extenso poemario que motiva estas cavilaciones, ha sido capaz de esquivar una que otra vez –fuerza es admitirlo- semejante peligro, flaqueza que los resentidos Zoilos que por doquier pululan han estigmatizado con reiterada y aviesa complacencia.
            Empero, lo que acaso no ha sido subrayado con la insistencia que el punto amerita, es que el propósito de redención social, la requisitoria contra el oprobio del mandamás de turno y la indignación vindicativa frente al atropello y la arbitrariedad, raramente han alcanzado tan empinada cota de pureza expresiva y hermosura feroz, como a la que asciende el encendido estro de Neruda en memorables y no escasas estrofas del CANTO GENERAL.
            Entonces la frase enardecida flamea como insignia vengadora, y el estuoso vituperio, y el lamento ronco por todos los caídos se convierten en fúnebre pero deslumbrante flor de ásperos aromas:
            “A través del confuso esplendor, / a través de la noche de piedra, déjame hundir la mano / y deja que en mí palpite, como un ave mil veces prisionera,  / el viejo corazón del olvidado! / Déjame hoy olvidar esta dicha, que es más ancha que el mar, / porque el hombre es más ancho que el mar y que sus islas, / y hay que caer en él como en un pozo para salir del fondo / con un ramo de agua secreta y de verdades sumergidas. / Déjame olvidar, ancha piedra, la proporción poderosa, / la trascendente medida, las piedras del panal, / y de la escuadra déjame hoy resbalar / la mano sobre la hipotenusa de áspera sangre y cilicio. / Cuando, como una herradura de élitros rojos, el cóndor furibundo / me golpea las sienes en el orden del vuelo / y el huracán de plumas carniceras barre el polvo sombrío / de las escalinatas diagonales, no veo a la bestia veloz, / no veo el ciego ciclo de sus garras, / veo el antiguo ser, servidor, el dormido / en los campos, veo un cuerpo, mil cuerpos, un hombre mil mujeres, / bajo la racha negra, negros de lluvia y noche, / con la piedra pesada de la estatua: / Juan Cortapiedra, hijo de Wiracocha, / Juan Comefrío, hijo de estrella verde, / Juan Piesdescalzos, nieto de la turquesa, / sube a nacer conmigo, hermano.”
            Basta. Como acotáramos al dar inicio a estas descosidas reflexiones, la poesía de Neruda se yergue ante nuestros ojos asombrados a la manera de colosal cadena montañosa cuyos picachos arrogantes desaparecen en la húmeda heredad de los nimbos celosos.
            Fatuo sería aspirar a que nuestra excursión a vuelo de pájaro por algunas de las vertientes de la magna producción lírica  nerudiana, enriquezca el acervo crítico con una interpretación definitiva o nueva de la poesía del insigne escritor chileno, o contribuya merced a enfoques analíticos inéditos a que el lector amante de la buena poesía aprecie mejor o comprenda más en profundidad determinadas facetas de su estilo. Lejos de tan descabellado empeño, no tienen estas glosas otro mérito que rendir un fervoroso tributo de admiración al incomparable poeta que nos ha obsequiado, posiblemente con mayor abundancia que cualquier otro de los que hablan el idioma de Juan de la Cruz, páginas deslumbrantes que serán, mientras haya hombres capaces de sucumbir al embeleso de la literatura, fuente inagotable de alegría y causa de indescriptible y recurrente perplejidad.
            No quisiera, sin embargo, dar remate a estos amagos especulativos en torno a la creación poética de Neruda sin destacar que, cualquiera que sea el título que estemos considerando o el tema que sirve de apoyo al numen del autor, tres marcas va a traslucir inexorablemente su poesía que delatarán, incluso para el ojo distraído, el musculoso temple anímico del escritor. Las notas distintivas a que nos referimos son: predominio de la emoción y de la fantasía, vitalidad sensual y, last but not least, exuberancia expresiva.
            La primera de las características mencionadas hace de Neruda un poeta de incoercible vocación romántica que, por decirlo así, desde su propio yo inventa el mundo; especie de demiurgo que, al poner nombre a las cosas, nos las hace ver como él las mira, con aspecto que jamás hubiéramos imaginado que tuvieran. De ahí el estupor que la lectura de esa poesía provoca. La fantasía de Neruda es como una poción embrujada que nos embriaga y nos conmina a contemplar desde la perspectiva de un milagro incesante los objetos y seres que creíamos de siempre conocer.
            El segundo rasgo apunta al hecho incontrovertible de que Neruda es poeta cuya caudalosa energía se vuelca hacia lo concreto, hacia las latitudes de la sensualidad. Tiene su palabra la virtud de tornar tangibles las nociones más abstractas. Es un poeta material, terráqueo. La efervescencia de imágenes de física solidez que revela su escritura es uno de los habituales recursos de que se vale para convertir el sutil espacio de la enunciación en universo que tiene peso, color y sustancia; universo que crepita porque está poblado de una muchedumbre de sonoras entidades que –no nos engañemos- antes que palabras o símbolos son criaturas que respiran, palpitan, susurran, braman, acarician y muerden.
            Va de suyo que la postrer nota distintiva del plectro nerudiano, esto es, su abundancia elocutiva, se nos antoja resultado y compendio de todo lo anterior. Neruda es dueño de un lenguaje opulento que prolifera y se enracima como frondosa jungla. Acumula el poeta imágenes, contrapone vocablos, encadena epítetos, derrocha verbos y hasta al silencio pone a hablar con voz pródiga y gesto suntuoso. Magnífica exuberancia, fecundidad rebelde de un estilo torrencial cuya corriente devastadora ningún dique es capaz de contener.
            |Todo cabe en la avalancha lírica de Neruda; todo, salvo el ademán contenido de introspectiva estampa; todo, salvo el tremor de intelectual prosapia o la cadencia de urdimbre metafísica.
            En el estrellado cielo de la poesía universal, Pablo Neruda refulge cual astro de primera magnitud... Sirvan estos devotos apuntes para proclamar una vez más la portentosa estatura del inimitable bardo chileno; sirvan –si acaso abortan en los demás propósitos- para dar fe de mi apego irrestricto y reverente al creador fecundo que nos hizo descubrir en ardorosos versos un vasto continente de belleza al que ya no sabríamos ni por un instante renunciar.

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