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sábado, 9 de octubre de 2010

APUNTES SOBRE EL ESTILO DE LA PROSA MARTIANA

                                               
            Decir José Martí y decir arrebato creador es una misma cosa. Volcán en erupción, nada a la ardiente lava se asemeja más que la impetuosa corriente de su prosa. Palabra enardecida la suya, voz apasionada, lengua en ebullición; discurso montañoso y febril, altivo y delirante, irresistible ariete que los muros más espesos derriba y echa por tierra, cual si de arena dócil o de frágil estuco se tratara, los más guarnecidos portones... Atropellado, ciclópeo ha de ser calificado su ademán verbal, que ninguna pasión es comedida y nadie capaz de someter a bridas el galope furibundo de la espumosa catarata.
            La escritura de Martí ejerce en nosotros el mismo devastador efecto de una fuerza desatada de la naturaleza: torbellino, avalancha, huracán. Ante su lengua de agreste y olímpico linaje, de estremecida sinceridad y cataclísmicos fervores, el lector se amengua; tórnase insignificante pigmeo que de pasmo enmudece y de puro arrobamiento hincha con aire el pecho, la boca abre, deja redondos los ojos hacia fuera escapar, y suspira.
            Ya lo señalamos: delirio y exaltación imprimen el más característico e inconfundible sello a la prosa martiana. Porque cuando la emoción –oleaje incontenible- sacude el alma, es menester acudir al gesto paroxístico y tiende la palabra por espontáneo y natural apetito a las acometidas de la desproporción y de la desmesura. No existen furores amables ni vehemencias sosegadas, como no tropezaremos, por mucho afán que en su husma pongamos, con círculos húmedos ni colores amargos.
            Adentrarnos en los parajes frondosos de la ensayística de José Martí es toda una aventura; excitante travesía que nos hará conocer la más extraña, vigorosa y deslumbradora fauna mental que imaginarse quepa.  Pues el verbo martiano es único. No tiene precedentes su lengua; descendencia tampoco la tendrá. El estilo de su prosa –que siempre ostenta un no sé qué de salvaje, un rictus desmelenado, un desplante nervioso y arisco- nos arrima al exceso, a lo descomunal, a lo titánico. No es su discurso domesticado jardín que halaga la vista con las galas vistosas de la flor y las apaciguantes armonías de un verdor trasquilado, sino jungla, espesura penumbrosa de lianas donde de repente un rayo de sol maravillado se abre camino como daga filosa. No es su voz campiña acogedora en cuyas suaves ondulaciones y collados brota la vid, y por donde se desliza alborozado el arroyuelo, sino estepa abierta que al horizonte agota o cordillera inabordable que la mirada desafía y en cuyas cimas imponentes la eterna blancura de la nieve, el vendaval que contra el risco brama y la majestuosa dignidad del cóndor son los impares moradores y absolutos monarcas. No, no es la frase de Martí obsequiosa comarca, descansada vereda ni pintoresco villorrio sobre la pendiente del otero levantado, sino turbulento y caudaloso río, mar encrespado, fulgor de estrellas en las entrañas de la noche, estertores de abismo, incendio, espasmo, terremoto.
            Martí es un estallido de luz. Todo en él es intensidad, concentración e ímpetu. Irrumpe, arrolla, rompe. arrasa. Es tan elevada su temperatura afectiva que el leguaje se inflama, se vuelve abundante, lujurioso, hirsuto, y se atropellan los vocablos en la cláusula chocando unos con otros, germinando esta expresión de la anterior, aquella imagen de la precedente en una suerte de alucinada carrera por encontrar espacio para dar cabida a un pensamiento selvático, caprichoso, excedentario y formidable que no cesa de crecer, de ramificarse y de medrar. 
            Y la pasión, por naturaleza enfática, halla en la retórica de la repetición uno de sus menos prescindibles recursos. Muy difícil no toparnos en cualquier texto martiano –y no una sino varias veces en la misma página- con repeticiones de diferente índole (anáfora, anadiplosis, poliptoton, polisíndeton, antistrofa o reduplicación), repeticiones a las que espontáneamente acude el ánimo enfebrecido con el fin de insuflar en el discurso los arrestos, el empuje y el sacudimiento de la emoción irreprimible y exaltada... Así, trazando la apología de Emerson, nos dice el ilustre escoliasta: “Donde ya no ven sus ojos, anuncia que no ve. No niega que otros vean; pero mantiene lo que ha visto. Si en lo que vio hay cosas opuestas, otro comente y halle la distinción, él narra. Él no ve más que analogías: él no halla contradicciones en la Naturaleza; él ve que todo en ella es símbolo del hombre, y todo lo que hay en el hombre lo hay en ella. Él ve que la Naturaleza influye en el hombre y que éste hace a la Naturaleza alegre, o triste, o elocuente, o muda, o ausente, o presente a su capricho. Ve la idea humana señora de la materia universal. Ve que la hermosura física vigoriza y dispone el espíritu del hombre a la hermosura moral. Ve que el espíritu desolado juzga el Universo desolado. Ve que el espectáculo de la naturaleza inspira amor, fe y respeto.”
            Imposible no sucumbir a la enérgica traza de este racimo de aserciones cuya fogosidad es fruto, en no escasa proporción, del insistente empleo de voces repetidas: al inicio del párrafo nos damos de bruces con el poliptoton o traducción, figura que consiste en “emplear dentro de la cláusula un mismo adjetivo o nombre en distintos casos, géneros o números, o un mismo verbo en distintos modos, tiempos o personas.” Esto último es lo que aquí se nos presenta. En efecto, abriendo el fragmento citado, utiliza Martí el verbo ver de esa manera poliptótica, al señalar de Emerson que “Donde ya no VEN sus ojos, anuncia que no VE. No niega que otros VEAN; pero mantiene lo que HA VISTO.” Y a seguidas se despliega la anáfora, es decir, la reiteración en los varios miembros del período, de la palabra inicial, en este caso, nuevamente el verbo ver en la tercera persona del singular del presente de indicativo: ve...ve...ve...
            ¿Y la conjunción? ... Hace Martí constante y hasta testarudo uso de esa figura que, aparte de ser muy común en el lenguaje de los niños y de los rústicos, tiende a crear un efecto de clímax, una gradación o reforzamiento que tiene su origen y explicación en el hecho de que después de cada conjunción esperamos que la frase termine, lo que no sucede; de ahí el suspenso y la tensión; además, el polisíndeton, al separar los segmentos del enunciado, pone de relieve el aspecto individual de cada uno de ellos o, -es otra manera de expresarlo- realza y subraya, aislándolos, cada trozo de la corriente discursiva dentro del conjunto verbal; lo cual contribuye notablemente a infundir vigor y solemnidad al estilo... Confirmemos nuestra observación espigando, a guisa de ilustración, un breve párrafo del ensayo que José Martí dedicó al norteamericano Peter Cooper: “ Y él vio que quien se encierra en sí, vive con leones; y quien se saca de sí, y se da a los otros, vive entre palomas; y si le hincan los malvados el diente colérico, él no siente dolor de ser mordido, sino de que haya aún un diente que muerda. Y apoyará la mano en la frente del mordedor, y le mirará en los ojos de tan tierna manera que el mordedor vencido sacará al cabo los dientes de la herida.”
            Sin lugar a dudas, la floración de la “y” se siente como redoble de tambor, insufla patetismo y ceremonia a la expresión tornándola contundente, enfática, inapelable.
            El apego de José Martí a semejante elegancia de palabras es definitivo e indiscutible. Y no se presta a controversia tampoco el señalamiento de que bajo su pluma cobra la conjunción aspecto rutilante, áurea dignidad como de estela monumental o pedestal grandioso. Nobleza a la que quizás contribuya en no menguada parte la afición del escritor a prodigar las articulaciones conjuntivas, y también, a encabezar con éstas períodos enteros que nacen tras el punto y seguido o el punto y coma; y que, puesto que nadie espera vengan precedidas las cláusulas u oraciones independientes  de tan inusual marca léxica, el resultado, en punto a reciedumbre estilística y expositiva robustez, es avasallador.
            La propensión de Martí por el polisíndeton y, específicamente, su personal predilección por la “y” a comienzo de párrafo, nos persuadirá –por distraída que pueda ser la lectura que de sus textos hagamos- de que estamos ante uno de los rasgos que con mayor nitidez perfilan su prosa ensayística. Rasgo que impresiona no sólo por su rareza, sino, además, porque trae a nuestra mente bíblicas reminiscencias y tiende a zarandear los convencionales esquemas lógicos con que solemos conformarnos para introducirnos en un ámbito signado por la premonición, en una atmósfera cargada y densa donde todo nos luce muy serio, en extremo importante, donde el discurso se vuelve vaticinio y cada palabra emerge como santificada, coronada con una aureola refulgente.
            Demostrar mediante ejemplos tomados de la prosa martiana que lo que llevo dicho se atiene a la verdad nos obligaría a citas demasiado extensas que excederían de manera inconveniente el propósito de estas lucubraciones asistemáticas. Empero, no me privaré de ofrecer el siguiente dato: En el ensayo intitulado “El General Sheridan”, constituido por veintiún párrafos de distinta longitud, no menos de seis empiezan con la conjunción, número estadísticamente revelador y que en modo alguno debe suponerse caso extraordinario o sui géneris de la escritura martiana, sino, por el contrario, ademán expresivo que si bien no puede ser atestiguado con igual frecuencia en otras páginas del autor, no deja de presentársenos en tanto que porfiada desviación de una norma de habla y, por consiguiente, como desembozado cuño estilístico cuya pertinencia sería imperdonable descuido desestimar.      
            Ahora bien, si el arrojo verbal de la prosa que estamos comentando, su ardimiento y empuje, se muestra deudor del obstinado mecanismo retórico de la repetición en sus variadas formas y manifestaciones, sería harto prematuro concluir que con parejo hallazgo hemos dado fin a nuestra pesquisa encaminada a remontarnos hasta las fuentes de donde manan el poderoso aliento y la descomunal energía de la ensayística del Apóstol cubano.
            Muchas otras singularidades hay en la escritura de Martí que la distinguen como una de las más viriles, gallardas e impactantes de toda la historia de la literatura castellana. Y aunque no voy a detenerme en cada una de ellas (cosa de no convertir en tratado lo que apenas pretende se esbozo introductorio) no sería disculpable olvidar en el tintero mientras hilvano estas apresuradas reflexiones, el tono sentencioso de su gesto discursivo.
            Encaramos aquí una de las cualidades señeras del discurso de este escritor: su gnómica apostura, su predilección por los modos tajantes del aforismo o de la máxima. Dudas, imposible albergarlas: el ademán imponente de la palabra de Martí, el efecto de veredicto inapelable, de laudo incontrovertible que sobre nosotros ejerce su pluma, han de ser atribuidos en no escasa medida al carácter apotégmático de sus enunciados, al sesgo acerado, cortante, imperioso de su apodíctica embestida verbal.
            Juez es siempre Martí; y juez supremo, máximo tribunal. Es un convencido, un vidente, un profeta. Y nunca el iluminado titubea; jamás el que por haber palpado la verdad mejor que nadie la conoce, se anda con remilgos en la expresión. No habla Martí, decreta; no expone, dictamina; no se entretiene en piruetas silogísticas ni en sofisticados razonamientos se refugia, decide, falla, arbitra.       
            De ahí el tono sentencioso a que hemos aludido. Tiene la sentencia –hasta la saciedad lo hemos comprobado- una gran virtud: la de la síntesis. El estilo aforístico compendia e intensifica. Pone al rojo vivo las palabras. Y pasma advertir cómo asciende de inmediato la temperatura emocional cuando, en lugar de obedientes oraciones sujetas a la lógica gramatical y al prolijo discurrir del pensamiento, nos enfrentamos con un pensamiento construido con flagelantes asertos, con certidumbres fulgurantes que adoptan un perfil retórico marmóreo y paradigmático.. Es como escribir a golpes de titán; como blandir a guisa de cálamo relámpagos y meteoros...
            ¿Acaso no es tal la impresión que nos produce una arrogante e iridiscente acometida verbal como la que a continuación extraigo del celebérrimo ensayo sobre el poeta Walt Whitman del soberbio prosista que estamos sometiendo a escrutinio? Escuchemos: “la vida es un himno; la muerte es una forma oculta de la vida; santo es el sudor y el entozoario es santo; los hombres, al pasar, deben besarse en la mejilla; abrácense los vivos en amor inefable; amen la hierba, el animal, el aire, el mar, el dolor, la muerte: el sufrimiento es menos para las almas que el amor posee; la vida no tiene dolores para el que entiende a tiempo su sentido; del mismo germen son la miel, la luz y el beso; en la sombra que esplende en paz como una bóveda maciza de estrellas, levántase con música suavísima, por sobre los mundos dormidos como canes a sus pies, un apacible y enorme árbol de lilas!”
            ¿Cómo no sucumbir a la urente vehemencia de una expresión que parece forjada no con vocablos, sino con monedas de oro, que ensarta en el discurso antes que pensamientos perlas nacaradas y que nos conmueve con los arrestos escultóricos del epitafio de bronce, con la espléndida exquisitez del medallón o del ataraceado camafeo?
            Prosa argentada y borrascosa la de José Martí. Turbión de gemas. Arcilla de astros. Chasquidos de silencios remotos. Canto de cumbres. Montuosa profecía sobre lomo de águilas. A su propia elocución, a su numen literario cabe aplicar, más que a los de ningún otro, lo que de Cecilio Acosta, el egregio humanista venezolano, en la famosa apología que le dedicara, consignó: “No escribió frase que no fuese sentencia, adjetivo que no fuese resumen, opinión que no fuese texto.”


            El perfil sentencioso de los escritos martianos (que hace germinar en el lector la convicción de que nada de lo que el autor nos dice admite ser sometido a controversia) se reafirma y acentúa y se vuelve más nítido aún gracias al magistral empleo del epifonema, del cual nos brinda el cubano inmejorables ejemplos. Consiste dicha figura lógica, según la define la retórica tradicional, en la “Exclamación o reflexión deducida de lo que anteriormente se ha dicho y con la cual se cierra o concluye el concepto o pensamiento general a que pertenece.”
            El epifonema es como un redoble final, como un estruendo de platillos. La fuerza que al estilo comunica proviene del hecho de que condensa en una breve expresión, en una máxima feliz, las nociones variadas e incontables matices valorativos que el autor, en sus cavilaciones, venía desarrollando. Y Martí es un maestro del epifonema; brotan de su pluma como de la roca el manantial.
            Así, la huguesca manera poética del bardo argentino Olegario de Andrade, de quien dijo Menéndez Pelayo que escribió “para ser aplaudido a cañonazos”, merece al apologista cuyo estilo ensayístico examinamos encendida especulación en torno a las virtudes del poema heroico, ponderación que remata en eficaz epifonema que, a modo de antítesis, arbola el sentido fundamental de las ideas expuestas hasta ese momento: “Mano férrea a necesitado el poeta grandioso para poder embridar a las pasiones que le roen las alas. O debió a la Naturaleza singular ventura, casi sobrehumana. O Naturaleza le dio como a hijo amado porque padeciese menos, menos poder de sentir. O le dio tal poder de sentimiento que no le nutre su corazón de hombre, y sale de sí en busca del corazón universal. Porque el poeta, ya cante las escenas de su alma, ya narre de la tierra, ha de ser como la estatua melodiosa, y como las hojas de los árboles que vibran a todo rayo del sol y onda del aire. ¡No durarán los poetas mentales!”
             “¡No durarán los poetas mentales!”, he aquí el abrupto e incisivo epifonema que nos estruja en los ojos una verdad tremenda: que la alta poesía reclama, como a la sangre el corazón, un sentimiento fervoroso. Tan lapidario aserto, por contraste, revela, confirma y aclara todo lo que hasta ese instante acababa de exponer el pensador.
            Ahora bien, la figura a que estamos haciendo referencia, aunque es norma que vaya al final de la cláusula, puede ocupar otro lugar. Puede abrir el período. Y Martí también la utiliza de ese modo; en las mismas páginas acerca de Andrade, al inicio de su vigorosa estampa laudatoria afirma –prestemos atención-: “El hombre es bueno. Toda gloria humana le cautiva, y así como repele al cabo toda grandeza falsa, así acata sumiso, aunque lo haya mortificado con su duda, o lacerado con su abandono, toda grandeza verdadera.”
            La tajante afirmación “El hombre es bueno” compendia epifonémicamente –ningún lector sensible dejará de constatarlo- cuanto a seguidas se precisa y detalla. Y parejo procedimiento discursivo, fuerza es advertirlo, al destacar, al poner de resalto el núcleo del razonamiento, contribuye de manera notoria a levantar su valor expresivo.
            Pero el valor expresivo que otorga a la frase martiana bizarra contextura musculosa, atlética fisonomía, y la distingue de inmediato de la de cualquier otra péndola es también consecuencia de que nuestro escritor –tomaré el término en préstamo a la pintura- ha de ser incluido entre los tenebristas. Con ello sólo pretendo apuntar a un hecho estilístico ostensible: José Martí es un devoto de los marcados contrastes. Y en esto consiste, a fin de cuentas, el tenebrismo.  Pues ¿qué persigue el maestro del pincel adicto a semejante corriente cromática? Lograr que la tela nos golpee y conmueva merced a las pronunciadas contraposiciones de luz y de sombra. El resultado del aludido enfoque plástico suele ser dramático. En efecto, al colocar una junto a la otra, sin que medien transiciones tonales, sombra absoluta y claridad deslumbradora, la oscuridad se torna más oscura, profunda y cavernosa, y más fúlgida y transparente pareciera volverse la luz.
            Un cuadro realizado con paleta huérfana de contrastes, tal vez complazca la vista, pero carecerá de vigor, lámina de blandos y edulcorados primores. En cambio, la pintura elaborada a partir  de los antagonismos de sombra y luz, podrá acaso lucirnos brutal y desmesurada, pero jamás dejaremos de reaccionar afectiva y sensiblemente ante ella, nunca podríamos contemplarla y seguir de largo como si no existiera.
            Mutatis mutandis, cabe aplicar lo reseñado al campo de la literatura. Porque los procedimientos contrastivos del pintor pueden se fácil y fructíferamente trasladados al ámbito de la creación verbal y de las construcciones lógicas del pensamiento. Adquiere entonces la palabra una nervadura, un fragor, tensión, dinamismo y brío de polifónicas resonancias y aplastante impetuosidad.
            De ordinario, es esto lo que ocurre con la prosa ensayística de José Martí. En los puntos de su pluma cobra la antítesis una inquebrantable reciedumbre y una tremolante grandiosidad, en fin, una arrolladora y mayestática andadura ante la que no podemos permanecer indiferentes... Para ilustrar nuestra aseveración basta acudir a cualquiera de las páginas de la ensayística martiana. Multiplícanse en ella las antítesis, se prolongan, se hilvanan unas con otras soldándose en agitada cláusula febril.
            ¿Deseamos comprobarlo? Echemos un vistazo, pues, el escrito martiano intitulado “La estatua de Bolívar por el venezolano Cova”. Allí nos vamos a dar de bruces con el exaltado contraste, es decir, con la elegante cuanto abrasiva contraposición simétrica de objetos, modalidad expositiva que se propala como las cuentas de un collar: “Ese es el Bolívar que el gallardo Cova eligió para su estatua: no el que abatió huestes, sino el que no se envaneció por haberlas abatido; no el dictador omnímodo, sino el triunfador sumiso a la voluntad del pueblo que surgió libre, como un águila de un monte de oro, del pomo de su espada; no el que vence, avasalla, avanza, perdona, fulmina, rinde, sino el que, vestido de ropas de gala, en una hora dichosa de atregua, el alma inundada de amores grandiosos y los oídos de vítores amantes, fue a devolver sin descalzarse –porque aún había míseros- las botas de montar, la autoridad ilimitada que le había concedido la república.”
            En verdad Martí empuña la antítesis como la espada el adalid. Y no es menor la osadía de su pluma rebelde que la cimbreante ferocidad del toledano acero.
            Sin embargo, la energía y pujanza de la prosa que estamos escudriñando –prosa de ígnea catadura y soberbio blasón- no es fruto solamente de los recursos retóricos que hasta ahora hemos mencionado, sino de innumerables procedimientos estilísticos más cuyo catálogo no tenemos la intención ni el tiempo de completar en esta preliminar exégesis. Lo que no es óbice para que omitamos considerar un último rasgo distintivo de la escritura martiana. Porq            ue entre las abundantes claves del estilo de dicho autor que aún nos falta investigar una hay que, dada su frecuencia e importancia, no sería prudente pasar por alto... Me refiero al hipérbaton.
            Creo que si algo contribuye a inyectar novedad, garbo, robustez y vida al discurso del prócer, es el uso portentoso que de semejante figura de construcción hace su cálamo. De hecho, por afectar a la sintaxis –núcleo y eje de cualquier lengua- quizás sea el hipérbaton la nota expresiva descollante de la ensayística martiana. Procedimiento retórico espontáneo y común, es el hipérbaton capaz, no obstante, de concitar efectos estéticos espectaculares. Porque la inversión del llamado orden regular de las palabras en la oración –que no de otra cosa estamos hablando- hace que el enunciado, elaborado según el rigor lógico de los convencionalismos gramaticales, de repente se colme, se pigmente, se sature con nuevos matices de sentido y valores emotivos agregados. En virtud del hechizo hiperbático la frase trajinada y simplona hela aquí convertida en corpulenta y robusta criatura de palabras.
            Si yo digo: “el problema americano es nuevo y más difícil que otro alguno, pues consiste en unir de súbito, lo cual no puede ser sino de modo violento, los extremos de la civilización que se ha venido edificando naturalmente en todo el resto de la tierra”, me estaré expresando de manera muy castiza, enjundiosa y correcta; incluso de manera refinada. Pero hasta ahí no más. Carece el párrafo trascrito de timbre de identidad. Su paternidad acaso no cualquier letrado, pero sí un buen número de escritores podría reclamarla. Sin embargo, si en dicho texto –sin modificar, añadir o suprimir una sola palabra- efectuamos dos sencillas inversiones, una al comienzo, colocando el atributo delante del sujeto, y otra al final cerrando la exposición con el verbo en gerundio; si esas dos ínfimas mudanzas nos atrevemos a llevar a cabo, van a adquirir las citadas oraciones un ardimiento, un centellante colorido y una maciza complexión que nos descubre, más allá de cualquier incertidumbre, la inconfundible fisonomía martiana. Oigamos: “Nuevo es el problema americano, y más difícil que otro alguno, pues consiste en unir de súbito, lo cual no puede ser sino de modo violento, los extremos de la civilización, que en todo el resto de la tierra se ha venido naturalmente edificando.”
            Maestro indiscutido de la inversión, juega con ella Martí como prestidigitador de circo; y el resultado estético siempre será deslumbrador: la expresión anticuada rejuvenece, adopta insólita apariencia el lugar común, la noción trivial se preña con desconcertantes matices significativos, la frase blanda e inane adquiere sólida osamenta y el flujo prosódico se encabrita y a todo galope, por floridas praderas musicales, el verbo se desboca. 
            En particular, la colocación del verbo al principio del enunciado o al final de éste imprime a la cláusula martiana una entereza y dignidad que sólo en muy contadas ocasiones, en mano de sus más notables cultivadores, alcanza la lengua de Cervantes.
            Empero, para hacer justicia a los méritos literarios del genial antillano, no quisiera que mi pesquisa –a punto ya de concluir- desatendiese uno de los rasgos expresivos más característicos de la prosa que estamos a vuela pluma comentando. Me refiero a la opulencia, a la riqueza, a la frondosidad. La palabra de Martí es –nadie en sus cabales se atreverá a desmentirme- copiosa, pródiga, prolija, desbordante. El efecto que en nosotros causa es el de una avalancha o el de un cosmos en gestación. Tal es su ímpetu genésico que el lector, atónito, ha de hacer alto una y otra vez a lo largo de la página para asimilar lo que ha leído, para no quedar exhausto, rendido ante un arrollador discurso cuya descomedida elocuencia abruma al más fornido y experimentado contendiente en las lizas del intelecto.
            Por cierto, que ese cariz hirsuto, desmelenado y efervescente de la escritura de José Martí, ese estado eruptivo y como en permanente ebullición de su palabra, es fruto no de uno sino de múltiples expedientes retóricos, entre los cuales (amén de los ya consignados) habría que incluir la propensión a multiplicar los epítetos y las locuciones adjetivales; la germinación constante y afortunada de imágenes que ponen a vibrar la fantasía al compás de la metáfora y el símil; la tendencia a la acumulación, esto es, a “reunir en un mismo período o bajo una misma forma, sin alterar la acción oratoria, una porción de pormenores y de interpretaciones parciales con objeto de dar mayor claridad y un desarrollo más meticuloso a la idea sustancial”; la proliferación de conceptos brillantes, agudos, hondos que, por lo común, lejos de ser expuestos de manera exhaustiva, como la importancia de cada uno de ellos reclama, apriétanse en el párrafo constriñéndose a asomar en la encrespada superficie del discurso, al igual que el iceberg, una pequeña parte de su cuerpo, de modo que a la imaginación se deja la tarea de medir la masa fenomenal de la ideas que permanecen sumergidas en las aguas de lo no abiertamente declarado aunque sí sugerido...
            Opulenta ha de ser calificada la frase de Martí. Opulenta y torturada y anhelosa. Tan descomunal es la energía de su temperamento, tantas cosas tiene que decir y tan poco tiempo parece tener para decirlas, que la corriente conceptual se quiebra, tuerce el rumbo, zigzaguea, se esparce en variopintos afluentes que de manera sorpresiva vuelven a juntarse; y se abulta el período, se amplifica, se sacude, se ramifica y diera la impresión que poco falta para que las razones arremolinadas desaparezcan crepitando, en su propio incendio consumidas.
            El estilo martiano es, convengamos en ello, irrepetible conjunción de vehemencia expresiva y facundia monstruosa. Apoteosis del verbo. Trátase de una escritura límite; constituye un extremo irrebasable, punto máximo de tensión y exuberancia del ademán elocutivo.
            En carácter menos recio que el suyo, semejante gesto retórico, semejante hipertrofia léxica y contorsión gramatical lucirían fuera de lugar, excéntrico emplasto, voz ampulosa y afectada manera... En Martí, sin embargo, es sangre, transpiración y vida. El exceso sólo a las naturalezas excesivas conviene; la desmesura es don de jungla y obsequio de tormenta; al cíclope, el trueno por voz; a la montaña, la majestad y la grandeza... Que zumbe el mosquito, y no pretenda apropiarse del rugido pavoroso de la catarata. Lo que en Martí es virtud y motivo de deslumbramiento, en cualquier otro será vicio, y quien inatente remedar su tono olímpico y su monumental y flameante palabra, no podrá eludir la artificiosidad, la mueca hinchada y la pompa huera: en la fosa del ridículo irán irremisiblemente a dar sus huesos. Para escribir como Martí habría que se Martí. La plenitud de su existencia agiganta su prosa; su estatura moral la aquilata y purifica; su inflexible voluntad la templa... La producción literaria del ilustre cubano hija es del paroxismo, de la genial hipérbole, de la excepción irrepetible... Admirémosla todos, amémosla, reverenciémosla. Guárdese nadie de imitarla. 
                
  

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